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Un hombre fue a cortejar a dos hermanas
gemelas. Pero el padre le dijo: "No podrás casarte con ellas hasta que no
adivines sus nombres." Aunque Manawee lo intentó repetidamente, no pudo
adivinar los nombres de las hermanas. El padre de las jóvenes sacudió la cabeza
y rechazó a Manawee una y otra vez.
Un día Manawee llevó consigo a su perrito
en una de sus visitas adivinatorias y el perrito vio que una hermana era más
guapa que la otra y que la segunda era más dulce que la primera. A pesar de que
ninguna de las dos hermanas poseía ambas cualidades, al perrito le gustaron
mucho las dos, pues ambas le daban golosinas y le miraban a los ojos sonriendo.
Aquel día Manawee tampoco consiguió
adivinar los nombres de las jóvenes y volvió tristemente a su casa. Pero el
perrito regresó corriendo a la cabaña de las jóvenes. Allí acercó la oreja a
una de las paredes laterales y oyó que las mujeres comentaban entre risas lo
guapo y viril que era Manawee. Mientras hablaban, las hermanas se llamaban, la
una a la otra por sus respectivos nombres y el perrito lo oyó y regresó a la
mayor rapidez posible junto a su amo para decírselo.
Pero, por el camino, un león había dejado
un gran hueso con restos de carne al borde del sendero y el perrito lo olfateó
inmediatamente y, sin pensarlo dos veces, se escondió entre la maleza
arrastrando el hueso. Allí empezó a comerse la carne y a lamer el hueso hasta
arrancarle todo el sabor. De repente, el perrito recordó su olvidada misión,
pero, por desgracia, también había olvidado los nombres de las jóvenes.
Corrió por segunda vez a la cabaña de las
gemelas. Esta vez ya era de noche y las muchachas se estaban untando mutuamente
los brazos y las piernas con aceite como si se estuvieran preparando para una
fiesta. Una vez más el perrito las oyó llamarse entre si por sus nombres. Pegó
un brinco de alegría y, mientras regresaba por el camino que conducía a la
cabaña de Manawee, aspiró desde la maleza el olor de la nuez moscada.
Nada le gustaba más al perrito que la nuez
moscada. Se apartó rápidamente del camino y corrió al lugar donde una exquisita
empanada de kumquat se estaba enfriando sobre un tronco. La empanada
desapareció en un santiamén y al perrito le quedó un delicioso aroma de nuez
moscada en el aliento. Mientras trotaba a casa con la tripa llena, trató de
recordar los nombres de las jóvenes, pero una vez más los había olvidado.
Al final, el perrito regresó de nuevo a la
cabaña de las jóvenes y esta vez las hermanas se estaban preparando para
casarse. "¡Oh, no! -pensó el perrito-, ya casi no hay tiempo." Cuando
las hermanas se volvieron a llamar mutuamente por sus nombres, el perrito se
grabó los nombres en la mente y se alejó a toda prisa, firmemente decidido a no
permitir que nada le impidiera comunicar de inmediato los dos valiosos nombres
a Manawee.
El perrito en el camino vio los restos de
una pequeña presa recién muerta por las fieras, pero no hizo caso y pasó de
largo. Por un instante, le pareció aspirar una vaharada de nuez moscada en el
aire, pero no hizo caso y siguió corriendo sin descanso hacia la casa de su
amo. Sin embargo, el perrito no esperaba tropezarse con un oscuro desconocido
que, saliendo de entre los arbustos, lo agarró por el cuello y lo sacudió con
tal fuerza que poco faltó para que se le cayera el rabo.
Y eso fue lo que ocurrió mientras el
desconocido le gritaba: "¡Dime los nombres! Dime los nombres de las chicas
para que yo pueda conseguirlas."
El perrito temió desmayarse a causa del
puño que le apretaba el cuello, pero luchó con todas sus fuerzas. Gruñó, arañó,
golpeó con las patas y, al final, mordió al gigante entre los dedos. Sus
dientes picaban tanto como las avispas. El desconocido rugió como un carabao,
pero el perrito no soltó la presa. El desconocido corrió hacia los arbustos con
el perrito colgando de la mano.
"Suéltame, suéltame, perrito, y yo te
soltaré a ti", le suplicó el desconocido.
El perrito le gruñó entre dientes: "No
vuelvas por aquí o jamás volverás a ver la mañana." El forastero huyó
hacia los arbustos, gimiendo y sujetándose la mano mientras corría. Y el
perrito bajó medio renqueando y medio corriendo por el camino que conducía a la
casa de Manawee.
Aunque
tenía el pelaje ensangrentado y le dolían mucho las mandíbulas, conservaba
claramente en la memoria los nombres de las jóvenes, por lo que se acercó
cojeando a Manawee con una radiante expresión de felicidad en el rostro.
Manawee lavó suavemente las heridas del perrito y éste le contó toda la
historia de lo ocurrido y le reveló los nombres de las jóvenes. Manawee regresó
corriendo a la aldea de las jóvenes llevando sentado sobre sus hombros al
perrito cuyas orejas volaban al viento como dos colas de caballo. Cuando
Manawee se presentó ante el padre de las muchachas y le dijo sus nombres, las
gemelas lo recibieron completamente vestidas para emprender el viaje con él; le
habían estado esperando desde el principio. De esta manera Manawee consiguió a
las doncellas más hermosas de las tierras del río. Y los cuatro, las hermanas,
Manawee y el perrito, vivieron felices juntos muchos años.
Krik Krak Krado, este cuento se ha acabado
Krik Krak Kron, este cuento se acabó
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