"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

domingo, 21 de mayo de 2017

La eficacia de la palabra



Una mujer tenía un hijo joven que se puso enfermo. El médico le dijo que su única cura residía en tomarse una pócima a la vez que permanecía en ayuno una semana. Pero el joven se encontraba en apariencia bien, y era incapaz de ayunar un solo día, a pesar de las continuas advertencias de su madre y el médico. Un día, la mujer oyó hablar de un sabio que vivía en un lugar lejano y que tal vez podría ayudarla. Fue a verlo y le contó su situación. 

El maestro dijo:

-Mujer, vuelve dentro de una semana con tu hijo.

A la semana, la madre y el hijo hicieron el largo viaje para presentarse de nuevo ante el sabio. 
Cuando llegaron a su presencia, éste le dijo al joven: 

-Has de saber que si no ayunas una semana, será peligroso para ti. Podéis marcharos.
La mujer, oyendo aquellas simples palabras, quedó desconcertada. Había sospechado que aquel hombre utilizaría algún poder extraño para convencer a su hijo, o tal vez realizase un poderoso ritual de petición a alguna divinidad.

-Señor -dijo-, hemos recorrido un largo viaje para verte, y lo único que se te ocurre decirle es algo que tanto su médico como yo le hemos repetido miles de veces.

-No es lo mismo -respondió el sabio.

-¿Y cuál es la diferencia? -quiso saber la mujer. 

-La diferencia es que yo he estado ayunando esta semana.

Cuando regresaron a su pueblo, el joven guardó por propia voluntad la semana de ayuno, tomó la pócima y se curó.

martes, 16 de mayo de 2017

Teseo y el Minotauro







 El rey de Atenas Egeo había matado al hijo de Minos, rey de Creta. Creta sitió entonces Atenas, que se vio rápidamente asolada por el hambre y las enfermedades y Egeo tuvo que aceptar las condiciones de Minos.
La ciudad de Atenas debía entregar un tributo a Minos, rey de Creta. Debían entregar cada año 14 jóvenes de las familias más nobles de la ciudad, siete chicas y siete chicos, que serían entregados al Minotauro que se encontraba en el laberinto de la ciudad.

El Minotauro era un ser mitad toro, mitad humano, nacido del encuentro entre la esposa de Minos Pasífae y el toro de Creta. 

Existían varias versiones acerca de la afrenta que ocasionó que la esposa de Minos, Pasífae, tuviese la necesidad de unirse al Toro de Creta sintiendo por él una pasión insensata la cual llevo a su embarazo. La versión más extendida dice que Minos, pidió apoyo al dios Poseidón para que su gente lo aclamara como un temprano rey, ya que su padre era el antiguo rey ya difunto de Creta. Poseidón lo escuchó e hizo salir de los mares un hermoso toro blanco, al cual Minos prometió sacrificar en su nombre.
 
 Sin embargo, al quedar Minos maravillado por las cualidades del hermoso toro blanco, lo ocultó entre su rebaño y sacrificó a otro toro en su lugar esperando que el dios del océano no se diera cuenta del cambio. Al saber esto Poseidón, se llenó de ira, y para vengarse, inspiró en Pasífae un deseo tan insólito como incontenible por el hermoso toro blanco que Minos guardó para sí.

Para consumar su unión con el toro, Pasífae requirió la ayuda dd Dédalo, que construyó una vaca de madera recubierta con piel de vaca auténtica para que ella se metiera. El toro yació con ella, creyendo que era una vaca de verdad. De esta unión nació el Minotauro, llamado Asterión.

Teseo, hijo de Egeo, teniendo conocimiento de su situación, decidió ofrecerse como tributo anual a pesar de que su padre le insistía en no hacerlo, con el objetivo de  lograr terminar con la bestia. Al final logró convencerle, afirmándole que si tenía éxito y conseguía volver, pondría velas blancas en su barco, y si había fracasado, las velas serían negras.

Al llegar a Creta, el propio rey Minos los examinó para confirmar que servían como sacrificios humanos. Allí conoció a la princesa Ariadna quién se enamoró de él. Al enterarse del objetivo que tenía Teseo decidió ayudarle
a cambio de que se la llevara con él de vuelta a Atenas y la convirtiera en su esposa.  A la tarea de enfrentarse al Minotauro se sumaba que salir del laberinto era tarea imposible.
Teseo aceptó y ella le entregó un ovillo de hilo de oro con el que orientarse.

Cuando entró en el laberinto, Teseo ató la punta a la puerta de entrada y avanzó  desenrollando el ovillo. Cuando por fin encontró al Minotauro, lo primero que hizo fue dar rodeos para tratar de agotar a la bestia. Cuando al fin estaba agotado, se enfrentó a él y le dio muerte a puñetazos.  Después regresó siguiendo el hilo que le había dado su amada para encontrar la salida.

Tras la victoria, Teseo se reunió con los jóvenes que le habían acompañado y con Ariadna. Juntos, no tardaron en embarcarse y poner rumbo a Atenas. Durante el trayecto, tuvo lugar una gran tormenta que les hizo detenerse en la isla de Naxos. Ariadna, que se encontraba indispuesta, bajó del barco el cual volvió a partir sin la presencia de Ariadna. El motivo de este abandono es controvertido: algunas versiones señalan que Teseo la abandonó por su propia voluntad, otros dicen que fue por orden de los dioses para que esta pudiera casarse con Dionisio.

Teseo, debido a la euforia del triunfo, se olvidó de cambiar las velas negras por las blancas. Egeo, viendo las velas negras que significaban que su hijo había fracasado, creyó que su hijo había muerto. No pudo soportarlo y se arrojó al mar. Teseo decidió llamar al mar Egeo, como su padre, una vez subió al trono. Gracias a su nombramiento como rey, logró unir a los pueblos formando el estado ateniense.

El oso de la luna creciente




Había una vez una muchacha que vivía en un perfumado pinar. Su marido se había pasado muchos años lejos, combatiendo en una guerra. Cuando final-mente lo licenciaron, regresó a casa de muy mal humor. Una vez allí se negó a entrar en la casa, pues se había acostumbrado a dormir sobre las piedras. Se mantenía aislado y se quedaba en el bosque día y noche.

Su joven esposa se emocionó mucho al enterarse de que él regresaría finalmente a casa. Guisó y compró montones de cosas y preparó platos y más platos y cuencos y más cuencos de sabrosa crema de soja blanca y tres clases de pescado y tres clases de algas y arroz espolvoreado con pimienta roja y unos estupendos camarones fríos, enormes y de color anaranjado.
Sonriendo tímidamente, llevó la comida al bosque, se arrodilló delante de su esposo agotado por la guerra y le ofreció los deliciosos platos que había preparado.
Pero él se levantó de un salto y pegó un puntapié a las bandejas de tal forma que la crema de soja se derramó, el pescado saltó por los aires, las algas y el arroz cayeron sobre la tierra y los grandes camarones anaranjados rodaron por el camino.
 
—¡Déjame en paz! —le rugió el marido, volviéndose de espaldas a ella.
Se puso tan furioso que la esposa se asustó. La escena se repitió varias veces hasta que, al final, la joven esposa acudió desesperada a la cueva de las afueras de la aldea donde vivía la curandera.

—Mi marido ha sufrido graves heridas en la guerra —le dijo—. Está constantemente furioso y no come nada. Desea permanecer apartado y ya no quiere vivir conmigo como antes. ¿Puedes darme un brebaje que lo haga volver a quererme y ser cariñoso?
La curandera le aseguró:
—Sí puedo, pero necesito un ingrediente especial. Por desgracia, se me han acabado los pelos del oso de la luna creciente. Tendrás que subir a la montaña, buscar al oso negro y traerme un solo pelo del creciente lunar que tiene en la garganta. Entonces te podré dar lo que necesitas y la vida te volverá a sonreír.
Algunas mujeres se hubieran arredrado ante semejante empresa. Algunas mujeres lo hubieran considerado una empresa imposible. Pero ella no, pues era una mujer enamorada.
—¡Cuánto te lo agradezco! —exclamó—. Es bueno saber que se puede hacer algo.
Después entonó el “Arigato zaishö”, que es una manera de saludar a la montaña y decirle “Gracias por dejarme subir sobre tu cuerpo”. Subió a las estribaciones de la montaña donde había unas rocas que parecían enormes hogazas de pan. Subió a una meseta cubierta de árboles. Los árboles tenían unas ramas muy largas que parecían cortinas y unas hojas en forma de estrella.
—Arigato zaishö —cantó la esposa.
Era una manera de dar las gracias a los árboles por haber levantado su ca-bello para que ella pudiera pasar por debajo. De esta manera cruzó el bosque y reanudó el ascenso.
Ahora el camino era más duro. En la montaña había unas flores espinosas que le arañaban la orla del kimono y unas rocas que le rascaban las delicadas manos.
Al anochecer, unos extraños pájaros negros se le acercaron volando y la asustaron.
Sabía que eran muenbotoke, espíritus de muertos que no tenían familia. Entoncesmles cantó unas oraciones:
—Yo seré vuestra familia. Os ayudaré a encontrar el descanso. Y reanudó su camino, pues era una mujer que amaba. Subió hasta que vio nieve en la cumbre de la montaña. Pronto notó que se le mojaban y enfriaban los pies, pero ella subió cada vez más arriba, pues era una mujer que amaba. Se desencadenó una tormenta y la nieve le penetró en los ojos y en los oídos. Cegada, subió cada vez más arriba. Cuando dejó de nevar, la mujer entonó el “Arigato zaisho” para agradecerle a los vientos que hubieran dejado de soplar contra ella.
Buscó refugio en una cueva muy poco honda en la que apenas podía guarecerse.
Aunque llevaba un buen fardo de comida, no comió nada. Se cubrió con unas hojas y se quedó dormida. A la mañana siguiente, el aire estaba en calma y aquí y allá se veían asomar a través de la nieve unas verdes plantitas. “Bueno —pensó—, ahora voy a buscar al oso de la luna creciente.”
Se pasó todo el día buscando y al anochecer descubrió unas gruesas cuerdas de excrementos y ya no tuvo que seguir buscando, pues un gigantesco oso negro avanzó por la nieve, dejando a su espalda las profundas huellas de sus garras y sus plantas. El oso de la luna creciente soltó un temible rugido y entró en su cubil. La mujer introdujo la mano en su fardo y, tomando la comida que llevaba, la echó en un cuenco. Depositó el cuenco delante del cubil y corrió a ocultarse en su refugio. El oso aspiró el olor de la comida y salió pesadamente de su cubil, rugiendo con tal fuerza que hizo estremecer unas pequeñas rocas y éstas se desprendieron. El oso rodeó el cuenco desde lejos, olfateó varias veces el aire y después se zampó toda la comida de un solo trago. El gran oso se levantó sobre las patas traseras, olfateó nuevamente el aire y volvió a ocultarse en su cubil.
Al anochecer, la mujer hizo lo mismo, pero esta vez, en lugar de regresar a su refugio, retrocedió sólo hasta la mitad del camino. El oso aspiró el aroma de la comida, salió del cubil, rugió con una fuerza suficiente como para sacudir las estrellas del cielo, volvió a rodear en círculo el cuenco y olfateó el aire con sumo cuidado, pero finalmente se zampó la comida y regresó a su cubil. La escena se repitió muchas noches hasta que una noche profundamente azul la mujer tuvo el valor de detenerse a esperar un poco más cerca del cubil del oso.
Depositó la comida en el cuenco en el exterior del cubil y permaneció de pie delante de la entrada. Cuando el oso aspiró el olor del alimento y salió, vio no sólo la habitual ración de comida sino también un par de pequeños pies humanos.
El oso ladeó la cabeza y soltó un rugido tan fuerte que a la mujer le vibraron los huesos. La mujer estaba temblando, pero no cedió terreno. El oso se levantó sobre las patas traseras, abrió las fauces y rugió con tal fuerza que la mujer le pudo ver el velo rojo y marrón del paladar. Pero no huyó. El oso soltó otro rugido y alargó las patas como si quisiera agarrarla mientras sus diez uñas colgaban como largos cuchillos por encima de su cabeza. La mujer temblaba como una hoja agitada por el viento, pero se quedó donde estaba.
—Por favor, querido oso —le suplicó—, por favor, querido oso he recorrido todo este camino porque necesito una cura para mi marido.
El oso volvió a apoyar las patas delanteras en el suelo en medio de una ro-ciada de nieve y contempló el rostro atemorizado de la mujer. Por un instante, la mujer tuvo la impresión de ver cadenas enteras de montañas, valles, ríos y aldeas reflejados en los gélidos ojos del oso. Se sintió invadida por una sensación de paz e inmediatamente cesaron sus temblores.
—Por favor, querido oso, te he estado dando de comer todas las noches.
¿Me podrías dar uno de los pelos de la luna creciente que tienes en la garganta?
El oso la miró. Aquella mujercita hubiera sido un bocado muy sabroso. Pero de pronto se compadeció de ella.
—Es verdad —dijo el oso de la luna creciente—, has sido buena conmigo.
Puedes tomar uno de mis pelos. Pero tómalo rápido, después vete de aquí y regresa junto a los tuyos.
El oso levantó el enorme hocico para dejar al descubierto la blanca luna creciente de su garganta y la mujer vio en ella los fuertes latidos del corazón del oso. La mujer acercó una mano al cuello del oso y, con la otra, apresó un grueso y reluciente pelo blanco. Dio rápidamente un tirón. El oso se echó hacia atrás y soltó un grito como si lo hubieran herido. El dolor dio lugar a unos malhumorados resoplidos.
—Oh, gracias, oso de la luna creciente, muchas gracias.
La mujer hizo varias reverencias. Pero el oso soltó un gruñido y avanzó pesadamente hacia ella. Después le rugió a la mujer unas palabras que ella no entendió, pero que, a pesar de todo, conocía muy bien. Acto seguido dio media vuelta y corrió montaña abajo a la mayor velocidad que pudo. Corrió bajo los árboles cuyas hojas parecían estrellas. Y, entretanto, no paraba de repetir “Arigato zaishö”, para dar las gracias a los árboles por haber levantado sus ramas para que ella pudiera pasar. Más adelante tropezó con las rocas que parecían hogazas de pan y gritó “Arigato zaishö” para dar las gracias a la montaña por haberle permitido subir sobre su cuerpo.
A pesar de que tenía la ropa hecha jirones y de que llevaba el cabello desgreñado y el rostro sucio, bajó corriendo por los peldaños de piedra que conducían a la aldea, recorrió el camino de tierra que la atravesaba y entró en la choza donde la anciana curandera permanecía sentada al amor de la lumbre.
—¡Mira, mira! ¡Ya lo tengo, lo he encontrado, se lo he pedido, un pelo del oso de la luna creciente! —gritó.
—Ah, muy bien —dijo la curandera con una sonrisa. Estudió detenidamente a la joven, tomó el purísimo pelo blanco y lo acercó a la lumbre. Sopesó el pelo en su vieja mano, lo midió con un dedo y exclamó—: ¡Sí! Es un auténtico pelo del oso de la luna creciente.
De pronto se volvió y arrojó el pelo al fuego donde éste crujió y se consumió con una brillante llama anaranjada.
—¡No! —gritó la joven esposa—. ¿Qué has hecho?
—Tranquilízate. Es algo muy beneficioso. Todo va bien —dijo la curandera—.
¿Recuerdas cada uno de los pasos que diste para subir a la montaña? ¿Re-cuerdas todos los pasos que diste para ganarte la confianza del oso de la luna creciente? ¿Recuerdas lo que viste, lo que oíste, lo que sentiste?
—Sí —contestó la joven—, lo recuerdo muy bien.
La anciana curandera la miró con una dulce sonrisa y le dijo:
—Te ruego, hija mía, que regreses a casa con los nuevos conocimientos que has adquirido y obres de la misma manera con tu esposo.
Clarissa Pinkola Estes, Mujeres que corren con los lobos, capítulo 12: “El oso de la luna creciente”





lunes, 1 de mayo de 2017

El espejo



Érase una vez un poblado situado en las altas montañas que tenía la particularidad de no conocer el mundo de los espejos. Por alguna razón, ningún habitante de aquella comunidad se había visto reflejado en uno de ellos, debido quizá a las lejanas distancias que lo separaban con el resto del mundo civilizado.
Un día, Ismael que tenía fama de curioso, decidió adquirir ese misterioso cosa llamada “espejo”, en el que según decían sus antepasados, tenía la capacidad de reflejar a la persona que lo miraba. Así pues, Ismael encargó uno de estos objetos a un comerciante que, cada siete años solía viajar a los valles.
Pasado el tiempo, el comerciante le hizo llegar su encargo bien envuelto y protegido. Ismael entonces, presa de emoción, corrió al sótano de su casa y lo desenvolvió con cuidado. Finalmente, cuando lo hubo abierto y examinado, ¡Oh sorpresa! Ante su asombro, en aquel extraño objeto apareció la imagen de su padre. Ismael atónito, lo volvió rápidamente a envolver y se retiró visiblemente pensativo y perturbado.
Aquella noche, mientras dormía junto a su esposa, se despertó inquieto, y decidió volver a mirarse en el espejo recién traído. Para lo cual, descendió silencioso al sótano y tras desenvolver aquella extraña cosa, volvió a contemplar de nuevo, no sin asombro y sorpresa, la imagen de su padre.
Y así, noche tras noche, Ismael descendía sigiloso al sótano con el fin de asistir a la aparición de una imagen que no cesaba de repetirse y que tanto le emocionaba.

Una noche, su esposa Astrid, observando las salidas nocturnas que Ismael realizaba, llena de inquietud y sospechas, decidió seguirle, no sin temer el infiel encuentro de su marido con otra mujer más joven y hermosa. Cuando observó que éste gesticulaba ante un oscuro rincón de la estancia y se retiraba de nuevo a su cama, tuvo deseos de comprobar, qué era aquello capaz de inquietar tanto a su pareja. "Seguro que tendrá que ver con otra mujer", pensó. Así que decidió volver al día siguiente, cuando su marido no se encontrase en la casa. De esa forma, investigaría con tranquilidad aquel misterioso objeto que se encontraba en el sótano de su propia casa. A la mañana siguiente, Astrid bajó apresuradamente y desenvolviendo con cuidado aquello... ¡Oh sorpresa! Sus sospechas se vieron fundadas, ya que lo que vio allí era, efectivamente, otra mujer más joven y hermosa que, por lo que dedujo, tenía todas las trazas de ser el nuevo sueño de amor de su esposo.
Aquella noche, cuando Ismael llegó a su casa, Astrid presa de indignación, le desveló el secreto diciéndole:
"Me estás siendo infiel, he descubierto que todas las noches bajas al sótano y contemplas a esa mujer que aparece en el objeto que guardas envuelto con tanto cuidado."
A lo cual Ismael contestó.
"Estás en un error Astrid, no se trata de ninguna mujer... ese objeto es un espejo que, según se afirma en tierras lejanas, refleja a cada cual... pero en este caso, sorprendentemente lo que se contempla cuando en él me reflejo, es la imagen de mi padre...".
"Ni hablar", le interrumpió ella, presa de agitación y cólera. "Me estás mintiendo. Yo he visto con mis propios ojos la imagen clara de otra mujer, que por la forma de mirar y moverse, tenía todas las trazas de ser tu amante."
"Bajemos y comprobarás que no es cierto lo que dices", repuso él. "Es mi padre el que aparece en el objeto, ninguna mujer he visto jamás en el mismo".
Astrid asintió a la prueba y una vez que descendieron y se observaron, Ismael seguía viendo a su padre y Astrid a la joven muchacha, con lo que el conflicto y la confusión inundaron aquella casa... De pronto, Ismael propuso:
"Astrid, solicitemos el fallo del sabio anciano, seguro que su visión nos permitirá hallar la verdad y recuperar la calma".
Astrid aceptó el juicio del anciano, y ambos se dirigieron hasta el mismo y expusieron sus contrariedades, pidiéndole que se asomase al objeto y dirimiera, si lo que allí aparecía era el padre que viera él, o la joven mujer que contemplaba ella.
El anciano asintió y tras llegar a la casa y reflejarse en el objeto, dijo:
"Ni es el padre de Ismael, ni la mujer que sospecha Astrid.  “Aquí, lo único que se ve es a un anciano".

El mito de Procusto



En la mitología griega, Procusto (del griego antiguo Προκρούστης Prokroústês o Procrustes, literalmente ‘estirador’), también llamado Damastes (‘avasallador’ o ‘controlador’), Polipemón (‘muchos daños’) y Procoptas, era un bandido y posadero del Ática. Se le consideraba hijo de Poseidón, y en algunas versiones era un gigante.

Procusto tenía su casa en las colinas, donde ofrecía posada al viajero solitario. Allí lo invitaba a tumbarse en una cama de hierro donde, mientras el viajero dormía, lo amordazaba y ataba a las cuatro esquinas del lecho. Si la víctima era alta y su cuerpo era más largo que la cama, procedía a serrar las partes del cuerpo que sobresalían: los pies y las manos o la cabeza. Si, por el contrario, era de menor longitud que la cama, lo descoyuntaba a martillazos hasta estirarlo (de aquí viene su nombre). Según otras versiones, nadie coincidía jamás con el tamaño de la cama porque Procusto poseía dos, una exageradamente larga y otra exageradamente corta, o bien una de longitud ajustable.
Procusto continuó con su reinado de terror hasta que se encontró con el héroe Teseo, quien invirtió el juego, retando a Procusto a comprobar si su propio cuerpo encajaba con el tamaño de la cama. Cuando el posadero se hubo tumbado, Teseo lo amordazó y ató a la cama y, allí, lo torturó para «ajustarlo» como él hacía a los viajeros, cortándole a hachazos los pies y, finalmente, la cabeza.