Había una vez una muchacha que vivía en un perfumado pinar. Su marido se había pasado muchos años lejos, combatiendo en una guerra. Cuando final-mente lo licenciaron, regresó a casa de muy mal humor. Una vez allí se negó a entrar en la casa, pues se había acostumbrado a dormir sobre las piedras. Se mantenía aislado y se quedaba en el bosque día y noche.
Su joven
esposa se emocionó mucho al enterarse de que él regresaría finalmente a
casa. Guisó y compró montones de cosas y preparó platos y más platos y
cuencos y más cuencos de sabrosa crema de soja blanca y tres clases de
pescado y tres clases de algas y arroz espolvoreado con pimienta roja y
unos estupendos camarones fríos, enormes y de color anaranjado.
Sonriendo
tímidamente, llevó la comida al bosque, se arrodilló delante de su
esposo agotado por la guerra y le ofreció los deliciosos platos que
había preparado.
Pero él se
levantó de un salto y pegó un puntapié a las bandejas de tal forma que
la crema de soja se derramó, el pescado saltó por los aires, las algas y
el arroz cayeron sobre la tierra y los grandes camarones anaranjados
rodaron por el camino.
—¡Déjame en paz! —le rugió el marido, volviéndose de espaldas a ella.
Se puso tan
furioso que la esposa se asustó. La escena se repitió varias veces hasta
que, al final, la joven esposa acudió desesperada a la cueva de las
afueras de la aldea donde vivía la curandera.
—Mi marido
ha sufrido graves heridas en la guerra —le dijo—. Está constantemente
furioso y no come nada. Desea permanecer apartado y ya no quiere vivir
conmigo como antes. ¿Puedes darme un brebaje que lo haga volver a
quererme y ser cariñoso?
La curandera le aseguró:
—Sí puedo,
pero necesito un ingrediente especial. Por desgracia, se me han acabado
los pelos del oso de la luna creciente. Tendrás que subir a la montaña,
buscar al oso negro y traerme un solo pelo del creciente lunar que tiene
en la garganta. Entonces te podré dar lo que necesitas y la vida te
volverá a sonreír.
Algunas
mujeres se hubieran arredrado ante semejante empresa. Algunas mujeres lo
hubieran considerado una empresa imposible. Pero ella no, pues era una
mujer enamorada.
—¡Cuánto te lo agradezco! —exclamó—. Es bueno saber que se puede hacer algo.
Después entonó el “Arigato zaishö”,
que es una manera de saludar a la montaña y decirle “Gracias por
dejarme subir sobre tu cuerpo”. Subió a las estribaciones de la montaña
donde había unas rocas que parecían enormes hogazas de pan. Subió a una
meseta cubierta de árboles. Los árboles tenían unas ramas muy largas que
parecían cortinas y unas hojas en forma de estrella.
—Arigato zaishö —cantó la esposa.
Era una
manera de dar las gracias a los árboles por haber levantado su ca-bello
para que ella pudiera pasar por debajo. De esta manera cruzó el bosque y
reanudó el ascenso.
Ahora el
camino era más duro. En la montaña había unas flores espinosas que le
arañaban la orla del kimono y unas rocas que le rascaban las delicadas
manos.
Al anochecer, unos extraños pájaros negros se le acercaron volando y la asustaron.
Sabía que eran muenbotoke, espíritus de muertos que no tenían familia. Entoncesmles cantó unas oraciones:
—Yo seré
vuestra familia. Os ayudaré a encontrar el descanso. Y reanudó su
camino, pues era una mujer que amaba. Subió hasta que vio nieve en la
cumbre de la montaña. Pronto notó que se le mojaban y enfriaban los
pies, pero ella subió cada vez más arriba, pues era una mujer que amaba.
Se desencadenó una tormenta y la nieve le penetró en los ojos y en los
oídos. Cegada, subió cada vez más arriba. Cuando dejó de nevar, la mujer
entonó el “Arigato zaisho” para agradecerle a los vientos que hubieran dejado de soplar contra ella.
Buscó refugio en una cueva muy poco honda en la que apenas podía guarecerse.
Aunque
llevaba un buen fardo de comida, no comió nada. Se cubrió con unas hojas
y se quedó dormida. A la mañana siguiente, el aire estaba en calma y
aquí y allá se veían asomar a través de la nieve unas verdes plantitas.
“Bueno —pensó—, ahora voy a buscar al oso de la luna creciente.”
Se pasó todo
el día buscando y al anochecer descubrió unas gruesas cuerdas de
excrementos y ya no tuvo que seguir buscando, pues un gigantesco oso
negro avanzó por la nieve, dejando a su espalda las profundas huellas de
sus garras y sus plantas. El oso de la luna creciente soltó un temible
rugido y entró en su cubil. La mujer introdujo la mano en su fardo y,
tomando la comida que llevaba, la echó en un cuenco. Depositó el cuenco
delante del cubil y corrió a ocultarse en su refugio. El oso aspiró el
olor de la comida y salió pesadamente de su cubil, rugiendo con tal
fuerza que hizo estremecer unas pequeñas rocas y éstas se desprendieron.
El oso rodeó el cuenco desde lejos, olfateó varias veces el aire y
después se zampó toda la comida de un solo trago. El gran oso se levantó
sobre las patas traseras, olfateó nuevamente el aire y volvió a
ocultarse en su cubil.
Al
anochecer, la mujer hizo lo mismo, pero esta vez, en lugar de regresar a
su refugio, retrocedió sólo hasta la mitad del camino. El oso aspiró el
aroma de la comida, salió del cubil, rugió con una fuerza suficiente
como para sacudir las estrellas del cielo, volvió a rodear en círculo el
cuenco y olfateó el aire con sumo cuidado, pero finalmente se zampó la
comida y regresó a su cubil. La escena se repitió muchas noches hasta
que una noche profundamente azul la mujer tuvo el valor de detenerse a
esperar un poco más cerca del cubil del oso.
Depositó la
comida en el cuenco en el exterior del cubil y permaneció de pie delante
de la entrada. Cuando el oso aspiró el olor del alimento y salió, vio
no sólo la habitual ración de comida sino también un par de pequeños
pies humanos.
El oso ladeó
la cabeza y soltó un rugido tan fuerte que a la mujer le vibraron los
huesos. La mujer estaba temblando, pero no cedió terreno. El oso se
levantó sobre las patas traseras, abrió las fauces y rugió con tal
fuerza que la mujer le pudo ver el velo rojo y marrón del paladar. Pero
no huyó. El oso soltó otro rugido y alargó las patas como si quisiera
agarrarla mientras sus diez uñas colgaban como largos cuchillos por
encima de su cabeza. La mujer temblaba como una hoja agitada por el
viento, pero se quedó donde estaba.
—Por favor,
querido oso —le suplicó—, por favor, querido oso he recorrido todo este
camino porque necesito una cura para mi marido.
El oso
volvió a apoyar las patas delanteras en el suelo en medio de una
ro-ciada de nieve y contempló el rostro atemorizado de la mujer. Por un
instante, la mujer tuvo la impresión de ver cadenas enteras de montañas,
valles, ríos y aldeas reflejados en los gélidos ojos del oso. Se sintió
invadida por una sensación de paz e inmediatamente cesaron sus
temblores.
—Por favor, querido oso, te he estado dando de comer todas las noches.
¿Me podrías dar uno de los pelos de la luna creciente que tienes en la garganta?
El oso la miró. Aquella mujercita hubiera sido un bocado muy sabroso. Pero de pronto se compadeció de ella.
—Es verdad —dijo el oso de la luna creciente—, has sido buena conmigo.
Puedes tomar uno de mis pelos. Pero tómalo rápido, después vete de aquí y regresa junto a los tuyos.
El oso
levantó el enorme hocico para dejar al descubierto la blanca luna
creciente de su garganta y la mujer vio en ella los fuertes latidos del
corazón del oso. La mujer acercó una mano al cuello del oso y, con la
otra, apresó un grueso y reluciente pelo blanco. Dio rápidamente un
tirón. El oso se echó hacia atrás y soltó un grito como si lo hubieran
herido. El dolor dio lugar a unos malhumorados resoplidos.
—Oh, gracias, oso de la luna creciente, muchas gracias.
La mujer
hizo varias reverencias. Pero el oso soltó un gruñido y avanzó
pesadamente hacia ella. Después le rugió a la mujer unas palabras que
ella no entendió, pero que, a pesar de todo, conocía muy bien. Acto
seguido dio media vuelta y corrió montaña abajo a la mayor velocidad que
pudo. Corrió bajo los árboles cuyas hojas parecían estrellas. Y,
entretanto, no paraba de repetir “Arigato zaishö”, para
dar las gracias a los árboles por haber levantado sus ramas para que
ella pudiera pasar. Más adelante tropezó con las rocas que parecían
hogazas de pan y gritó “Arigato zaishö” para dar las gracias a la montaña por haberle permitido subir sobre su cuerpo.
A pesar de
que tenía la ropa hecha jirones y de que llevaba el cabello desgreñado y
el rostro sucio, bajó corriendo por los peldaños de piedra que
conducían a la aldea, recorrió el camino de tierra que la atravesaba y
entró en la choza donde la anciana curandera permanecía sentada al amor
de la lumbre.
—¡Mira, mira! ¡Ya lo tengo, lo he encontrado, se lo he pedido, un pelo del oso de la luna creciente! —gritó.
—Ah, muy
bien —dijo la curandera con una sonrisa. Estudió detenidamente a la
joven, tomó el purísimo pelo blanco y lo acercó a la lumbre. Sopesó el
pelo en su vieja mano, lo midió con un dedo y exclamó—: ¡Sí! Es un
auténtico pelo del oso de la luna creciente.
De pronto se volvió y arrojó el pelo al fuego donde éste crujió y se consumió con una brillante llama anaranjada.
—¡No! —gritó la joven esposa—. ¿Qué has hecho?
—Tranquilízate. Es algo muy beneficioso. Todo va bien —dijo la curandera—.
¿Recuerdas
cada uno de los pasos que diste para subir a la montaña? ¿Re-cuerdas
todos los pasos que diste para ganarte la confianza del oso de la luna
creciente? ¿Recuerdas lo que viste, lo que oíste, lo que sentiste?
—Sí —contestó la joven—, lo recuerdo muy bien.
La anciana curandera la miró con una dulce sonrisa y le dijo:
—Te ruego, hija mía, que regreses a casa con los nuevos conocimientos que has adquirido y obres de la misma manera con tu esposo.
Clarissa Pinkola Estes, Mujeres que corren con los lobos, capítulo 12: “El oso de la luna creciente”
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