Un joven discípulo solicitó al Maestro Iluminado el asistir en silencio a las entrevistas que éste concedía a aquellas personas que iban en busca de su consejo y sabiduría.
La primera visita fue la de un hombre que preguntó:
La primera visita fue la de un hombre que preguntó:
-Maestro, ¿Dios existe?
-Sí -fue la lacónica respuesta.
En la segunda visita una mujer también preguntó:
En la segunda visita una mujer también preguntó:
-Señor, ¿Dios existe?
-No -fue en esta oportunidad la contestación.
En una tercera visita un joven preguntó:
En una tercera visita un joven preguntó:
-Iluminado, ¿Dios existe?
En esta ocasión, el Maestro guardó silencio, y el joven se marchó sin una respuesta a la pregunta formulada.
El discípulo, desconcertado por la extraña conducta del Maestro, no pudo por menos que preguntarle:
-Señor, ¿cómo puede ser que a tres preguntas iguales hayas respondido de modo diferente cada vez?
El discípulo, desconcertado por la extraña conducta del Maestro, no pudo por menos que preguntarle:
-Señor, ¿cómo puede ser que a tres preguntas iguales hayas respondido de modo diferente cada vez?
-Lo primero que has de saber -contestó el Maestro- es que cada contestación va dirigida a la persona que pregunta y por tanto no es para ti ni tampoco para nadie más, y lo segundo es que he respondido de acuerdo con la realidad y no con las apariencias. En el primer caso se trataba de un hombre en el que mora la divinidad pero que ahora vive un momento de oscuridad y duda, por eso he querido apoyarlo. El segundo caso se trataba de una mujer beata apegada a las formas externas de la religión tanto que ha descuidado a su familia por atender el templo, y por ese motivo es bueno que aprenda a encontrar a Dios entre los suyos. El tercer caso se trataba sólo de alguien que ha venido a verme por curiosidad y sencillamente ha improvisado esa pregunta como podía haber hecho cualquier otra.
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