"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

jueves, 28 de mayo de 2020

EL patito feo


Cuentos tradicionales: El patito feo. Hans Christian Andersen
Se acercaba la estación de la cosecha. Las viejas estaban confeccionando unas muñequitas verdes con gavillas de maíz. Los viejos remendaban las mantas. Las muchachas bordaban sus vestidos blancos con flores de color rojo sangre. Los chicos cantaban mientras aventaban el dorado heno. Las mujeres tejían unas ásperas camisas para el cercano invierno. Los hombres ayudaban a recoger, arrancar, cortar y cavar los frutos que los campos habían ofrecido. El viento estaba empezando a arrancar las hojas de los árboles, cada día un poquito más. Y allá abajo en la orilla del río una mamá pata estaba empollando sus huevos.
Para la pata todo marchaba según lo previsto hasta que, al final, uno a uno los huevos empezaron a estremecerse y a temblar, los cascarones se rompieron y los nuevos patitos salieron tambaleándose. Pero quedaba todavía un huevo, un huevo muy grande, inmóvil como la piedra.
Pasó por allí una vieja pata y la mamá pata le mostró su nueva prole.
-¿A que son bonitos? -preguntó con orgullo.
Pero la vieja pata se fijó en el huevo que no se había abierto y trató de disuadir a su amiga de que siguiera empollándolo.
-Es un huevo de pavo -sentenció la vieja pata-, no es un huevo apropiado. A un pavo no se le puede meter en el agua, ¿sabes?
Ella lo sabía porque lo había intentado una vez.
Pero la pata pensó que, puesto que ya se había pasado tanto tiempo empollando, no le molestaría hacerlo un poco más.
-Eso no es lo que más me preocupa -dijo-. ¿Sabes que el muy bribón del padre de estos patitos no ha venido a verme ni una sola vez?
A final, el enorme huevo empezó a estremecerse y a vibrar, la cáscara se rompió y apareció una inmensa y desgarbada criatura. Tenía la piel surcada por unas tortuosas venas rojas y azules. Las patas eran de color morado claro y sus ojos eran de color de rosa transparente.
La mamá pata ladeó la cabeza y estiró el cuello para examinarlo y no tuvo más remedio que reconocerlo: era decididamente feo.
-A lo mejor, es un pavo -pensó, preocupada. Sin embargo, cuando el patito feo entró en el agua con los demás polluelos de la nidada, la mamá pata vio que sabía nadar perfectamente-. Sí, es uno de los míos, a pesar de este aspecto tan raro que tiene. Aunque, bien mirado... me parece casi guapo.
Así pues lo presentó a las demás criaturas de la granja, pero, antes de que se pudiera dar cuenta, otro pato cruzó como una exhalación el patio y picoteó al patito feo directamente en el cuello.
-¡Detente! -gritó la mamá pata.
Pero el matón replicó:
-Es tan feo y tan raro que necesita que lo intimiden un poco.
La reina de los patos con su cinta roja en la pata comentó:
-¡Vaya, otra nidada! Como si no tuviéramos suficientes bocas que -alimentar. Y aquel de allí tan grande y tan feo tiene que ser una equivocación.
-No es una equivocación -dijo la mamá pata-. Será muy fuerte, Lo que ocurre es que se ha pasado demasiado tiempo en el huevo y aún está un poco deformado. Pero todo se arreglará, ya lo verás -añadió, alisando las plumas del patito feo y lamiéndole los remolinos de Plumas que le caían sobre la frente.
Sin embargo los demás hacían todo lo posible por hostigar de mil maneras al patito feo. Se le echaban encima volando, lo mordían, lo Picoteaban, le silbaban y le gritaban. Conforme pasaba el tiempo, el tormento era cada vez peor. El patito se escondía, procuraba esquivarlos, zigzagueaba de derecha a izquierda, pero no podía escapar. Era la criatura más desdichada que jamás hubiera existido en este mundo.
Al principio, su madre lo defendía, pero después hasta ella se cansó y exclamó exasperada:
-Ojalá te fueras de aquí.
Entonces el patito feo huyó. Con casi todas las plumas alborotadas y un aspecto extremadamente lastimoso, corrió sin parar hasta que llegó a una marisma. Allí se tendió al borde del agua con el cuello estirado, bebiendo agua de vez en cuando. Dos gansos lo observaban desde los cañaverales.
-Oye, tú, feúcho -le dijeron en tono de burla-, ¿quieres venir con nosotros al siguiente condado? Allí hay un montón de ocas solteras para elegir.
De repente se oyeron unos disparos, los gansos cayeron con un sordo rumor y el agua de la marisma se tiñó de rojo con su sangre. El patito feo se sumergió mientras a su alrededor sonaban los disparos, se oían los ladridos de los perros y el aire se llenaba de humo.
Al final, la marisma quedó en silencio y el patito corrió y se fue volando lo más lejos que pudo. Al anochecer llegó a una pobre choza; la puerta colgaba de un hilo y había más grietas que paredes. Allí vivía una vieja andrajosa con su gato despeinado y su gallina bizca. El gato se ganaba el sustento cazando ratones. Y la gallina se lo ganaba poniendo huevos.
La vieja se alegró de haber encontrado un pato. A lo mejor, pondrá huevos, pensó, y, si no los pone, podremos matarlo y comérnoslo. El pato se quedó allí, donde constantemente lo atormentaban el gato y la gallina, los cuales le preguntaban:
-¿De qué sirves si no puedes poner huevos y no sabes cazar?
-A mí lo que más me gusta es estar debajo -dijo el patito, lanzando un suspiro-, debajo del vasto cielo azul o debajo de la fría agua azul.
El gato no comprendía qué sentido tenía permanecer debajo del agua y criticaba al patito por sus estúpidos sueños. La gallina tampoco comprendía qué sentido tenía mojarse las plumas y también se burlaba del patito. Al final, el patito se convenció de que allí no podría gozar de paz y se fue camino abajo para ver si allí había algo mejor.
Llegó a un estanque y, mientras nadaba, notó que el agua estaba cada vez más fría. Una bandada de criaturas volaba por encima de su cabeza; eran las más hermosas que él jamás hubiera visto. Desde arriba le gritaban y el hecho de oír sus gritos hizo que el corazón le saltara de gozo y se le partiera de pena al mismo tiempo. Les contestó con un grito que jamás había emitido anteriormente. En su vida había visto unas criaturas más bellas y nunca se había sentido más desvalido.
Dio vueltas y más vueltas en el agua para contemplarlas hasta que ellas se alejaron volando y se perdieron de vista. Entonces descendió al fondo del lago y allí se quedó acurrucado, temblando. Estaba desesperado, pues no acertaba a comprender el ardiente amor que sentía por aquellos grandes pájaros blancos.
Se levantó un viento frío que sopló durante varios días y la nieve cayó sobre la escarcha. Los viejos rompían el hielo de las lecheras y las viejas hilaban hasta altas horas de la noche. Las madres amamantaban a tres criaturas a la vez a la luz de las velas y los hombres buscaban a las ovejas bajo los blancos cielos a medianoche. Los jóvenes se hundían hasta la cintura en la nieve para ir a ordeñar y las muchachas creían ver los rostros de apuestos jóvenes en las llamas del fuego de la chimenea mientras preparaban la comida. Allá abajo en el estanque el patito tenía que nadar en círculos cada vez más rápidos para conservar su sitio en el hielo.
Una mañana el patito se encontró congelado en el hielo y fue entonces cuando comprendió que se iba a morir. Dos ánades reales descendieron volando y resbalaron sobre el hielo. Una vez allí estudiaron al patito.
-Cuidado que eres feo -le graznaron-. Es una pena. No se puede hacer nada por los que son como tú.
Y se alejaron volando. Por suerte, pasó un granjero y liberó al patito rompiendo el hielo con su bastón. Tomó en brazos al patito, se lo colocó bajo la chaqueta y se fue a casa con él. En la casa del granjero los niños alargaron las manos hacia el patito, pero éste tenía miedo. Voló hacia las vigas y todo el polvo allí acumulado cayó sobre la mantequilla. Desde allí se sumergió directamente en la jarra de la leche y, cuando salió todo mojado y aturdido, cayó en el tonel de la harina. La esposa del granjero lo persiguió con la escoba mientras los niños se partían de risa. El patito salió a través de la gatera y, una vez en el exterior, se tendió medio muerto sobre la nieve. Desde allí siguió adelante con gran esfuerzo hasta que llegó a otro estanque y otra casa, otro estanque y otra casa y se pasó todo el invierno de esta manera, alternando entre la vida y la muerte.
Así volvió el suave soplo de la primavera, las viejas sacudieron los lechos de pluma y los viejos guardaron sus calzoncillos largos. Nuevos niños nacieron en mitad de la noche mientras los padres paseaban Por el Patio bajo el cielo estrellado. De día las muchachas se adornaban el pelo con narcisos y los muchachos contemplaban los tobillos de las, chicas. Y en un cercano estanque el agua empezó a calentarse y el Patito feo que flotaba en ella extendió las alas.
Qué grandes y fuertes eran sus alas. Lo levantaron muy alto por encima de la tierra. Desde el aire vio los huertos cubiertos por sus blancos mantos, a los granjeros arando y toda suerte de criaturas, empollando, avanzando a trompicones, zumbando y nadando. Vio también en el estanque tres cisnes, las mismas hermosas criaturas que había visto el otoño anterior, las que le habían robado el corazón, y sintió el deseo de reunirse con ellas.
¿Y si fingen apreciarme y, cuando me acerco a ellas, se alejan volando entre risas?, pensó el patito. Pero bajó planeando y se posó en el estanque mientras el corazón le martilleaba con fuerza en el pecho.
En cuanto lo vieron, los cisnes se acercaron nadando hacia él. No cabe duda de que estoy a punto de alcanzar mí propósito, pensó el patito, pero, si me tienen que matar, prefiero que lo hagan estas hermosas criaturas y no los cazadores, las mujeres de los granjeros o los largos inviernos. E inclinó la cabeza para esperar los golpes.
Pero ¡oh prodigio! En el espejo del agua vio reflejado un cisne en todo su esplendor: plumaje blanco como la nieve, ojos negros como las endrinas y todo lo demás. Al principio, el patito feo no se reconoció, pues su aspecto era el mismo que el de aquellas preciosas criaturas que tanto había admirado desde lejos.
Y resultó que era una de ellas. Su huevo había rodado accidentalmente hacia el nido de una familia de patos. Era un cisne, un espléndido cisne. Y, por primera vez, los de su clase se acercaron a él y lo acariciaron suave y amorosamente con las puntas de sus alas. Le atusaron las plumas con sus picos y nadaron repetidamente a su alrededor en señal de saludo.
Y los niños que se acercaron para arrojar migas de pan a los cisnes exclamaron:
-Hay uno nuevo.
Y, tal como suelen hacer los niños en todas partes, corrieron a anunciarlo a todo el mundo. Y las viejas bajaron al estanque y se soltaron sus largas trenzas plateadas. Y los mozos recogieron en el cuenco de sus manos el agua verde del lago y se la arrojaron a las mozas, quienes se ruborizaron como pétalos. Los hombres dejaron de ordeñar simplemente para aspirar bocanadas de aire. Las mujeres abandonaron sus remiendos para reírse con sus compañeros. Y los viejos contaron historias sobre la longitud de las guerras y la brevedad de la vida.
Y uno a uno, a causa de la vida, la pasión y el paso del tiempo, todos se alejaron danzando; los mozos y las mozas se alejaron danzando. Los viejos, los maridos y las esposas también se alejaron danzando. Los niños y los cisnes se alejaron danzando... y nos dejaron solos... con la primavera... y allá abajo junto a la orilla del río otra mamá pata empezó a empollar los huevos de su nido.

jueves, 21 de mayo de 2020

La Mujer Esqueleto


Había hecho algo que su padre no aprobaba, aunque ya nadie recordaba lo que era. Pero su padre la había arrastrado al acantilado y la había arrojado al mar. Allí los peces se comieron su carne y le arrancaron los ojos. Mientras yacía bajo la superficie del mar, su esqueleto daba vueltas y más vueltas en medio de las corrientes.
         Un día vino un pescador a pescar, bueno, en realidad, antes venían muchos pescadores a esta bahía. Pero aquel pescador se había alejado mucho del lugar donde vivía y no sabía que los pescadores de la zona procuraban no acercarse por allí, pues decían que en la cala había fantasmas.
         El anzuelo del pescador se hundió en el agua y quedó prendido nada menos que en los huesos de la caja torácica de la Mujer Esqueleto. El pescador Pensó: “¡He pescado uno muy gordo! ¡Uno de los más gordos!” Ya estaba calculando mentalmente cuántas personas podrían alimentarse con aquel pez tan grande, cuánto tiempo les duraría y cuánto tiempo él se podría ver libre de la ardua tarea de cazar. Mientras luchaba denodadamente con el enorme peso que colgaba del anzuelo, el mar se convirtió en una agitada espuma que hacía balancear y estremecer el kayak, pues la que se encontraba debajo estaba tratando de desengancharse. Pero, cuanto más se esforzaba, más se enredaba con el sedal. A pesar de su resistencia, fue inexorablemente arrastrada hacia arriba, remolcada por los huesos de sus propias costillas.
         El cazador, que se había vuelto de espaldas para recoger la red, no vio cómo su calva cabeza surgía de entre las olas, no vio las minúsculas criaturas de coral brillando en las órbitas de su cráneo ni los crustáceos adheridos a sus viejos dientes de marfil. Cuando el pescador se volvió de nuevo con la red, todo el cuerpo de la mujer había aflorado a la superficie y estaba colgando del extremo del kayak, prendido por uno de sus largos dientes frontales.
         “¡Ay!”, gritó el hombre mientras el corazón le caía hasta las rodillas, sus ojos se hundían aterrorizados en la parte posterior de la cabeza y las orejas se le encendían de rojo. “¡Ay!”, volvió a gritar, golpeándola con el remo para desengancharla de la proa y remando como un desesperado rumbo a la orilla. Como no se daba cuenta de que la mujer estaba enredada en el sedal, se pegó un susto tremendo al verla de nuevo, pues parecía que ésta se hubiera puesto de puntillas sobre el agua y lo estuviera persiguiendo. Por mucho que zigzagueara con el kayak, ella no se apartaba de su espalda, su aliento se propagaba sobre la superficie del agua en nubes de vapor y sus brazos se agitaban como si quisieran agarrarlo y hundirlo en las profundidades.
         “¡Aaaaayy!”, gritó el hombre con voz quejumbrosa mientras se acercaba a la orilla. Saltó del kayak con la caña de pescar y echó a correr, pero el cadáver de la Mujer Esqueleto, tan blanco como el coral, lo siguió brincando a su espalda, todavía prendido en el sedal. El hombre corrió sobre las rocas y ella lo siguió. Corrió sobre la tundra helada y ella lo siguió. Corrió sobre la carne puesta a secar y la hizo pedazos con sus botas de piel de foca.
         La mujer lo seguía por todas partes e incluso había agarrado un poco de pescado helado mientras él la arrastraba en pos de sí. Y ahora estaba empezando a comérselo, pues llevaba muchísimo tiempo sin llevarse nada a la boca. Al final, el hombre llegó a su casa de hielo, se introdujo en el túnel y avanzó a gatas hacia el interior. Sollozando y jadeando permaneció tendido en la oscuridad mientras el corazón le latía en el pecho como un gigantesco tambor. Por fin estaba a salvo, sí, a salvo gracias a los dioses, gracias al Cuervo, sí, y a la misericordiosa Sedna, estaba… a salvo… por fin.
         Pero, cuando encendió su lámpara de aceite de ballena, la vio allí acurrucada en un rincón sobre el suelo de nieve de su casa, con un talón sobre el hombro, una rodilla en el interior de la caja torácica y un pie sobre el codo. Más tarde el hombre no pudo explicar lo que ocurrió, quizá la luz de la lámpara suavizó las facciones de la mujer o, a lo mejor, fue porque él era un hombre solitario. El caso es que se sintió invadido por una cierta compasión y lentamente alargó sus mugrientas manos y, hablando con dulzura como hubiera podido hablarle una madre a su hijo, empezó a desengancharla del sedal en el que estaba enredada.
         “Bueno, bueno”. Primero le desenredó los dedos de los pies y después los tobillos. Siguió trabajando hasta bien entrada la noche hasta que, al final, cubrió a la Mujer Esqueleto con unas pieles para que entrara en calor y le colocó los huesos en orden tal como hubieran tenido que estar los de un ser humano.
         Buscó su pedernal en el dobladillo de sus pantalones de cuero y utilizó unos cuantos cabellos suyos para encender un poco más de fuego. De vez en cuando la miraba mientras untaba con aceite la valiosa madera de su caña de pescar y enrollaba el sedal de tripa. Y ella, envuelta en las pieles, no se atrevía a decir ni una sola palabra, pues temía que aquel cazador la sacara de allí, la arrojara a las rocas de abajo y le rompiera todos los huesos en pedazos.
         El hombre sintió que le entraba sueño, se deslizó bajo las pieles de dormir y enseguida empezó a soñar. A veces, cuando los seres humanos duermen, se les escapa una lágrima de los ojos. No sabemos qué clase de sueño lo provoca, pero sabemos que tiene que ser un sueño triste o nostálgico. Y eso fue lo que le ocurrió al hombre.
         La Mujer Esqueleto vio el brillo de la lágrima bajo el resplandor del fuego y, de repente, le entró mucha sed. Se acercó a rastras al hombre dormido entre un crujir de huesos y acercó la boca a la lágrima. La solitaria lágrima fue como un río y ella bebió, bebió y bebió hasta que consiguió saciar su sed de muchos años.
         Después, mientras permanecía tendida al lado del hombre, introdujo la mano en el interior del hombre dormido y le sacó el corazón, el que palpitaba tan fuerte como un tambor. Se incorporó y empezó a golpearlo por ambos lados: ¡Pom, Pom!…. ¡Pom, Pom!
         Mientras lo golpeaba, se puso a cantar “¡Carne, carne, carne! ¡Carne, carne, carne! “. Y, cuanto más cantaba, tanto más se le llenaba el cuerpo de carne. Pidió cantando que le saliera el cabello y unos buenos ojos y unas rollizas manos. Pidió cantando la hendidura de la entrepierna, y unos pechos lo bastante largos como para envolver y dar calor y todas las cosas que necesita una mujer.
         Y, cuando terminó, pidió cantando que desapareciera la ropa del hombre dormido y se deslizó a su lado en la cama, piel contra piel. Devolvió el gran tambor, el corazón, a su cuerpo y así fue como ambos se despertaron, abrazados el uno al otro, enredados el uno en el otro después de pasar la noche juntos, pero ahora de otra manera, de una manera buena y perdurable. La gente que no recuerda la razón de su mala suerte dice que la mujer y el pescador se fueron, y a partir de entonces las criaturas que ella había conocido durante su vida bajo el agua, se encargaron de proporcionarles siempre el alimento. La gente dice que es verdad y que eso es todo lo que se sabe.