Se
acercaba la estación de la cosecha. Las viejas estaban confeccionando
unas muñequitas verdes con gavillas de maíz. Los viejos remendaban las
mantas. Las muchachas bordaban sus vestidos blancos con flores de color
rojo sangre. Los chicos cantaban mientras aventaban el dorado heno. Las
mujeres tejían unas ásperas camisas para el cercano invierno. Los
hombres ayudaban a recoger, arrancar, cortar y cavar los frutos que los
campos habían ofrecido. El viento estaba empezando a arrancar las hojas
de los árboles, cada día un poquito más. Y allá abajo en la orilla del
río una mamá pata estaba empollando sus huevos.
Para
la pata todo marchaba según lo previsto hasta que, al final, uno a uno
los huevos empezaron a estremecerse y a temblar, los cascarones se
rompieron y los nuevos patitos salieron tambaleándose. Pero quedaba
todavía un huevo, un huevo muy grande, inmóvil como la piedra.
Pasó por allí una vieja pata y la mamá pata le mostró su nueva prole.
-¿A que son bonitos? -preguntó con orgullo.
Pero la vieja pata se fijó en el huevo que no se había abierto y trató de disuadir a su amiga de que siguiera empollándolo.
-Es un huevo de pavo -sentenció la vieja pata-, no es un huevo apropiado. A un pavo no se le puede meter en el agua, ¿sabes?
Ella lo sabía porque lo había intentado una vez.
Pero la pata pensó que, puesto que ya se había pasado tanto tiempo empollando, no le molestaría hacerlo un poco más.
-Eso
no es lo que más me preocupa -dijo-. ¿Sabes que el muy bribón del padre
de estos patitos no ha venido a verme ni una sola vez?
A
final, el enorme huevo empezó a estremecerse y a vibrar, la cáscara se
rompió y apareció una inmensa y desgarbada criatura. Tenía la piel
surcada por unas tortuosas venas rojas y azules. Las patas eran de color
morado claro y sus ojos eran de color de rosa transparente.
La mamá pata ladeó la cabeza y estiró el cuello para examinarlo y no tuvo más remedio que reconocerlo: era decididamente feo.
-A
lo mejor, es un pavo -pensó, preocupada. Sin embargo, cuando el patito
feo entró en el agua con los demás polluelos de la nidada, la mamá pata
vio que sabía nadar perfectamente-. Sí, es uno de los míos, a pesar de
este aspecto tan raro que tiene. Aunque, bien mirado... me parece casi
guapo.
Así
pues lo presentó a las demás criaturas de la granja, pero, antes de que
se pudiera dar cuenta, otro pato cruzó como una exhalación el patio y
picoteó al patito feo directamente en el cuello.
-¡Detente! -gritó la mamá pata.
Pero el matón replicó:
-Es tan feo y tan raro que necesita que lo intimiden un poco.
La reina de los patos con su cinta roja en la pata comentó:
-¡Vaya,
otra nidada! Como si no tuviéramos suficientes bocas que -alimentar. Y
aquel de allí tan grande y tan feo tiene que ser una equivocación.
-No
es una equivocación -dijo la mamá pata-. Será muy fuerte, Lo que ocurre
es que se ha pasado demasiado tiempo en el huevo y aún está un poco
deformado. Pero todo se arreglará, ya lo verás -añadió, alisando las
plumas del patito feo y lamiéndole los remolinos de Plumas que le caían
sobre la frente.
Sin
embargo los demás hacían todo lo posible por hostigar de mil maneras al
patito feo. Se le echaban encima volando, lo mordían, lo Picoteaban, le
silbaban y le gritaban. Conforme pasaba el tiempo, el tormento era cada
vez peor. El patito se escondía, procuraba esquivarlos, zigzagueaba de
derecha a izquierda, pero no podía escapar. Era la criatura más
desdichada que jamás hubiera existido en este mundo.
Al principio, su madre lo defendía, pero después hasta ella se cansó y exclamó exasperada:
-Ojalá te fueras de aquí.
Entonces
el patito feo huyó. Con casi todas las plumas alborotadas y un aspecto
extremadamente lastimoso, corrió sin parar hasta que llegó a una
marisma. Allí se tendió al borde del agua con el cuello estirado,
bebiendo agua de vez en cuando. Dos gansos lo observaban desde los
cañaverales.
-Oye,
tú, feúcho -le dijeron en tono de burla-, ¿quieres venir con nosotros
al siguiente condado? Allí hay un montón de ocas solteras para elegir.
De
repente se oyeron unos disparos, los gansos cayeron con un sordo rumor y
el agua de la marisma se tiñó de rojo con su sangre. El patito feo se
sumergió mientras a su alrededor sonaban los disparos, se oían los
ladridos de los perros y el aire se llenaba de humo.
Al
final, la marisma quedó en silencio y el patito corrió y se fue volando
lo más lejos que pudo. Al anochecer llegó a una pobre choza; la puerta
colgaba de un hilo y había más grietas que paredes. Allí vivía una vieja
andrajosa con su gato despeinado y su gallina bizca. El gato se ganaba
el sustento cazando ratones. Y la gallina se lo ganaba poniendo huevos.
La
vieja se alegró de haber encontrado un pato. A lo mejor, pondrá huevos,
pensó, y, si no los pone, podremos matarlo y comérnoslo. El pato se
quedó allí, donde constantemente lo atormentaban el gato y la gallina,
los cuales le preguntaban:
-¿De qué sirves si no puedes poner huevos y no sabes cazar?
-A
mí lo que más me gusta es estar debajo -dijo el patito, lanzando un
suspiro-, debajo del vasto cielo azul o debajo de la fría agua azul.
El
gato no comprendía qué sentido tenía permanecer debajo del agua y
criticaba al patito por sus estúpidos sueños. La gallina tampoco
comprendía qué sentido tenía mojarse las plumas y también se burlaba del
patito. Al final, el patito se convenció de que allí no podría gozar de
paz y se fue camino abajo para ver si allí había algo mejor.
Llegó
a un estanque y, mientras nadaba, notó que el agua estaba cada vez más
fría. Una bandada de criaturas volaba por encima de su cabeza; eran las
más hermosas que él jamás hubiera visto. Desde arriba le gritaban y el
hecho de oír sus gritos hizo que el corazón le saltara de gozo y se le
partiera de pena al mismo tiempo. Les contestó con un grito que jamás
había emitido anteriormente. En su vida había visto unas criaturas más
bellas y nunca se había sentido más desvalido.
Dio
vueltas y más vueltas en el agua para contemplarlas hasta que ellas se
alejaron volando y se perdieron de vista. Entonces descendió al fondo
del lago y allí se quedó acurrucado, temblando. Estaba desesperado, pues
no acertaba a comprender el ardiente amor que sentía por aquellos
grandes pájaros blancos.
Se
levantó un viento frío que sopló durante varios días y la nieve cayó
sobre la escarcha. Los viejos rompían el hielo de las lecheras y las
viejas hilaban hasta altas horas de la noche. Las madres amamantaban a
tres criaturas a la vez a la luz de las velas y los hombres buscaban a
las ovejas bajo los blancos cielos a medianoche. Los jóvenes se hundían
hasta la cintura en la nieve para ir a ordeñar y las muchachas creían
ver los rostros de apuestos jóvenes en las llamas del fuego de la
chimenea mientras preparaban la comida. Allá abajo en el estanque el
patito tenía que nadar en círculos cada vez más rápidos para conservar
su sitio en el hielo.
Una
mañana el patito se encontró congelado en el hielo y fue entonces
cuando comprendió que se iba a morir. Dos ánades reales descendieron
volando y resbalaron sobre el hielo. Una vez allí estudiaron al patito.
-Cuidado que eres feo -le graznaron-. Es una pena. No se puede hacer nada por los que son como tú.
Y
se alejaron volando. Por suerte, pasó un granjero y liberó al patito
rompiendo el hielo con su bastón. Tomó en brazos al patito, se lo colocó
bajo la chaqueta y se fue a casa con él. En la casa del granjero los
niños alargaron las manos hacia el patito, pero éste tenía miedo. Voló
hacia las vigas y todo el polvo allí acumulado cayó sobre la
mantequilla. Desde allí se sumergió directamente en la jarra de la leche
y, cuando salió todo mojado y aturdido, cayó en el tonel de la harina.
La esposa del granjero lo persiguió con la escoba mientras los niños se
partían de risa. El patito salió a través de la gatera y, una vez en el
exterior, se tendió medio muerto sobre la nieve. Desde allí siguió
adelante con gran esfuerzo hasta que llegó a otro estanque y otra casa,
otro estanque y otra casa y se pasó todo el invierno de esta manera,
alternando entre la vida y la muerte.
Así
volvió el suave soplo de la primavera, las viejas sacudieron los lechos
de pluma y los viejos guardaron sus calzoncillos largos. Nuevos niños
nacieron en mitad de la noche mientras los padres paseaban Por el Patio
bajo el cielo estrellado. De día las muchachas se adornaban el pelo con
narcisos y los muchachos contemplaban los tobillos de las, chicas. Y en
un cercano estanque el agua empezó a calentarse y el Patito feo que
flotaba en ella extendió las alas.
Qué
grandes y fuertes eran sus alas. Lo levantaron muy alto por encima de
la tierra. Desde el aire vio los huertos cubiertos por sus blancos
mantos, a los granjeros arando y toda suerte de criaturas, empollando,
avanzando a trompicones, zumbando y nadando. Vio también en el estanque
tres cisnes, las mismas hermosas criaturas que había visto el otoño
anterior, las que le habían robado el corazón, y sintió el deseo de
reunirse con ellas.
¿Y
si fingen apreciarme y, cuando me acerco a ellas, se alejan volando
entre risas?, pensó el patito. Pero bajó planeando y se posó en el
estanque mientras el corazón le martilleaba con fuerza en el pecho.
En
cuanto lo vieron, los cisnes se acercaron nadando hacia él. No cabe
duda de que estoy a punto de alcanzar mí propósito, pensó el patito,
pero, si me tienen que matar, prefiero que lo hagan estas hermosas
criaturas y no los cazadores, las mujeres de los granjeros o los largos
inviernos. E inclinó la cabeza para esperar los golpes.
Pero
¡oh prodigio! En el espejo del agua vio reflejado un cisne en todo su
esplendor: plumaje blanco como la nieve, ojos negros como las endrinas y
todo lo demás. Al principio, el patito feo no se reconoció, pues su
aspecto era el mismo que el de aquellas preciosas criaturas que tanto
había admirado desde lejos.
Y
resultó que era una de ellas. Su huevo había rodado accidentalmente
hacia el nido de una familia de patos. Era un cisne, un espléndido
cisne. Y, por primera vez, los de su clase se acercaron a él y lo
acariciaron suave y amorosamente con las puntas de sus alas. Le atusaron
las plumas con sus picos y nadaron repetidamente a su alrededor en
señal de saludo.
Y los niños que se acercaron para arrojar migas de pan a los cisnes exclamaron:
-Hay uno nuevo.
Y,
tal como suelen hacer los niños en todas partes, corrieron a anunciarlo
a todo el mundo. Y las viejas bajaron al estanque y se soltaron sus
largas trenzas plateadas. Y los mozos recogieron en el cuenco de sus
manos el agua verde del lago y se la arrojaron a las mozas, quienes se
ruborizaron como pétalos. Los hombres dejaron de ordeñar simplemente
para aspirar bocanadas de aire. Las mujeres abandonaron sus remiendos
para reírse con sus compañeros. Y los viejos contaron historias sobre la
longitud de las guerras y la brevedad de la vida.
Y
uno a uno, a causa de la vida, la pasión y el paso del tiempo, todos se
alejaron danzando; los mozos y las mozas se alejaron danzando. Los
viejos, los maridos y las esposas también se alejaron danzando. Los
niños y los cisnes se alejaron danzando... y nos dejaron solos... con la
primavera... y allá abajo junto a la orilla del río otra mamá pata
empezó a empollar los huevos de su nido.
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