Para hablar del poder del cuerpo de otra manera, tengo que contar un cuento auténtico y bastante largo, por cierto.
Durante
muchos años los turistas han cruzado en tropel el gran desierto
americano, recorriendo a toda prisa el llamado “circuito espiritual”: el
Monument Valley, el Cañón de Chaco, la Mesa Verde, Kayenta, el Cañón de
Keams, el Painted Desert y el Cañón de Chelly. Echan un apresurado
vistazo a la pelvis del Gran Cañón Madre, sacuden la cabeza, se encogen
de hombros y regresan corriendo a casa para, al verano siguiente, volver
a cruzar en tromba el desierto, mirar, mirar y observar un poco más.
Bajo
este comportamiento subyace la misma hambre de experiencia numinosa que
los seres humanos han experimentado desde tiempos inmemoriales. Pero a
veces esta hambre se exacerba, pues muchas personas han perdido a sus
antepasados (14). A menudo sólo
conocen los nombres de sus abuelos. Han perdido en particular los
relatos de la familia. Desde un punto de vista espiritual, esta
situación produce tristeza y hambre. Muchos intentan recrear algo
importante por el bien de su alma.
Durante
años los turistas han acudido también a Puyé, una enorme y Polvorienta
mesa que se encuentra en el centro de una extensión despoblada de Nuevo
México. Allí los Anasazi, los antiguos, se llamaban antaño unos
a otros a través de las mesas. Dicen que un mar prehistórico labró
miles de sonrientes, lascivos y quejumbrosos ojos y bocas en las paredes
rocosas de aquel lugar.
Los
diné (navajos), los apaches Jicarilla, los utes del sur, los hopis, los
zunis, los Santa Clara, los Santo Domingo, los laguna, los picuris y los
tesuque, todas estas tribus del desierto se reúnen en aquel lugar. Y
bailan para recobrar el pasado y convertirse de nuevo en los pinos que
se utilizan para construir las estacas de las cabañas, en los venados,
en las águilas y Katsinas, en todos los poderosos espíritus.
Y
allí acuden los visitantes, muchos de ellos hambrientos de sus
geno—mitos y separados de su placenta espiritual. Han olvidado también a
sus antiguos dioses. Vienen a contemplar a los que no los han olvidado.
El
camino que sube a Puyé fue construido para cascos de caballos y
mocasines. Pero con el paso del tiempo los automóviles adquirieron más
fuerza y ahora los habitantes de la zona y los visitantes acuden en toda
suerte de coches, furgonetas, descapotables y camionetas. Los vehículos
gimen y echan humo por la cuesta en un lento y polvoriento desfile.
Todos aparcan a
troche y moche, a la buena de Dios, en los pedregosos collados. Al
mediodía, en el borde de la mesa parece que haya habido un choque en
cadena de miles de automóviles. Algunos aparcan junto a malvarrosas de
metro ochenta de altura, pensando que, para bajar de sus vehículos,
bastará con empujar las plantas. Pero las malvarrosas de cien años de
antigüedad son como ancianas de hierro. Los que aparcan junto a ellas se
quedan atrapados en el interior de sus automóviles.
Al
mediodía el sol convierte el lugar en un horno sofocante. Todos caminan
con el calzado recalentado, cargados con paraguas por si llueve
(lloverá), sillas plegables de aluminio por si se cansan (se cansarán)
y, si son visitantes, quizá con una cámara (si les permiten usarla) y
unas sartas de carretes de película colgadas alrededor del cuello como
ristras de ajos.
Los visitantes acuden
allí esperando mil cosas distintas, desde 10 sagrado a lo profano.
Acuden a ver algo que no todo el mundo podrá ver, una de las cosas más
salva) es que existen, un numen viviente, la Mariposa:
El
último acontecimiento del día es la Danza de la Mariposa. Todo el mundo
espera con deleite esta danza de una sola persona. La interpreta una
mujer, pero qué mujer. Cuando el sol se empieza a poner aparece un viejo
resplandeciente con un traje turquesa de ceremonia de veinte kilos de
peso. Con los altavoces chirriando como gallinas asustadas por la
presencia de un halcón, susurra contra el micrófono cromado de los años
treinta: “Y nuestra próxima danza será la Danza de la Mariposa.” Después
se aleja renqueando y pisándose el dobladillo de sus pantalones
vaqueros.
A
diferencia de un espectáculo de ballet en el que en cuanto se anuncia la
pieza se levanta el telón y los bailarines salen al escenario, allí en
Puyé, como en otras danzas tribales, después del anuncio de la danza el
intérprete puede tardar en aparecer desde veinte minutos hasta una
eternidad. ¿Dónde están los artistas? Arreglando su caravana quizá. Las
temperaturas de más de cuarenta grados son habituales y, por
consiguiente, tienen que hacerse retoques de última hora en la pintura
corporal cubierta de sudor. Si un cinturón de danza que hubiera
pertenecido al abuelo del bailarín se rompiera camino del escenario, el
bailarín no se presentaría, pues el espíritu del cinturón tendría que
descansar. Los intérpretes tal vez se retrasan porque la radio Taos,
KKIT (por Kit Carson) está transmitiendo una buena canción en “La hora
india de Tony Lujan”.
A
veces un bailarín no oye el altavoz y tiene que ser avisado Por un
mensajero a pie. Y además el bailarín siempre tiene que hablar con sus
parientes mientras se dirige al lugar donde actúa y detenerse sin falta
para que sus sobrinos y sobrinas le puedan echar un buen vistazo. Qué
impresionados se quedan los chiquillos al ver a un gigantesco espíritu Katsina
que se parece sospechosamente, un poquito por lo menos, a tío Tomás, o a
una bailarina del maíz que se parece mucho a tía Yazie. Finalmente,
cabe la posibilidad de que el bailarín aún se encuentre en la autopista
de Tesuque, con las piernas colgando por encima de la cal .1 de una
furgoneta de reparto cuyo silenciador tizna de negro el aire a lo largo
de dos kilómetros mientras el viento sopla de cara.
Durante
la emocionada espera de la Danza de la Mariposa todo el mundo habla de
las doncellas mariposa y de la belleza de las muchachas zuni que
danzaban ataviadas con un antiguo atuendo negro y rojo que dejaba un
hombro al aire y se pintaban unos círculos de color rosa intenso en las
mejillas. También se alaba a los jóvenes bailarines venado que bailaban
con ramas de pino atados a los brazos y las piernas.
Pasa el tiempo.
Pasa.
Y pasa.
La
gente hace tintinear las monedas en los bolsillos. Emite un siseo al
aspirar aire a través de los dientes. Los visitantes están impacientes
por ver a la maravillosa bailarina mariposa.
inesperadamente,
cuando todo el mundo frunce el ceño en señal de aburrimiento, los
tamborileros levantan los brazos y empiezan a tocar el ritmo de la
mariposa sagrada y los cantores empiezan a llamar a gritos a los dioses
para que intervengan.
Los
visitantes que sueñan con la frágil belleza de una delicada mariposa
experimentan un inevitable sobresalto cuando ven saltar a María Luján (15).
Es gorda, decididamente gorda, como la Venus de Willendorf, como la
Madre de los Días, como la mujer de proporciones heroicas que pintó
Diego Rivera, la que construyó la Ciudad de México con un solo quiebro
de la muñeca.
Y,
además, María Luján es vieja, muy, muy vieja, como si hubiera regresado
del polvo, tan vieja como el viejo río y como los viejos pinos que
crecen en el lindero del bosque. Lleva un hombro al aire. Su manta
negra y roja salta arriba y abajo con ella dentro. Su pesado cuerpo y
sus huesudas piernas le confieren el aspecto de una araña que brinca,
envuelta en un tamal.
Salta
sobre un pie y después sobre el otro. Agita su abanico de Plumas hacia
delante y hacia atrás. Es la Mariposa que llega para fortalecer a los
débiles. Es alguien a quien casi todo el mundo consideraría débil: por
la edad, por el hecho de representar a una mariposa, por ser mujer.
El
cabello de la Doncella Mariposa llega hasta el suelo. Es de color gris
piedra y tan abundante como diez gavillas de maíz. Y luce unas alas de
mariposa como las que llevan los niños en las representaciones teatrales
escolares. Sus caderas son como dos trémulos cestos de treinta kilos de
capacidad y el carnoso repliegue de la parte superior de sus nalgas es
lo bastante ancho como para que en ella se sienten dos niños.
Salta, salta y salta, pero no como un conejo sino con unas pisadas que dejan ecos.
“Estoy aquí, aquí, aquí…
“Estoy aquí, aquí, aquí…
“¡ Despertad todos, todos, todos!”
Agita
su abanico de plumas arriba y abajo, derramando sobre la tierra y sobre
el pueblo de la tierra el espíritu polinizador de la mariposa. Sus
pulseras de caparazones de molusco suenan como los cascabeles de una
serpiente y sus ligas adornadas con cascabeles tintinean como la lluvia.
La sombra de su voluminoso vientre y de sus delgadas piernas baila de
uno a otro lado del círculo. Sus pies levantan a su espalda unas
pequeñas polvaredas.
Las
tribus participan con actitud reverente. Pero algunos visitantes se
miran unos a otros y murmuran: “¿Es eso? ¿Ésa es la Doncella Mariposa?”
Están desconcertados y algunos incluso decepcionados. Parece que ya no
recuerdan que el mundo espiritual es un lugar donde las lobas son
mujeres, los osos son maridos y las viejas de considerables dimensiones
son mariposas.
Sí,
es bueno que la Mujer Salvaje/Mariposa sea vieja y gorda, pues lleva el
mundo de las tormentas en un pecho y el mundo subterráneo en el otro. Su
espalda es la curva del planeta Tierra con todas sus cosechas, sus
alimentos y sus animales. Su nuca sostiene el amanecer y el ocaso. Su
muslo izquierdo contiene todas las estacas de las cabañas indias, su
muslo derecho contiene todas las lobas del mundo. Su vientre contiene
todos los niños que nacerán en el mundo.
La
Doncella Mariposa es la fuerza fertilizadora femenina. Transportando el
polen de un lugar a otro, fecunda con fertilización cruzada tal como el
alma fertiliza la mente con los sueños nocturnos y tal como los
arquetipos fertilizan el mundo material. Ella es el centro. Une los
contrarios, tomando un poco de aquí y poniéndolo allí. La transformación
es así de sencilla. Eso es lo que ella enseña. Eso es lo que hace la
mariposa. Eso es lo que hace el alma.
La
Mariposa rectifica la errónea idea según la cual la transformación sólo
está destinada a los atormentados, los santos o los extremadamente
fuertes. El Yo no necesita transportar montañas para transformarse. Un
poco es suficiente. Un poco da para mucho. La fuerza polinizadora
sustituye el traslado de las montañas.
La
Doncella Mariposa poliniza las almas de la tierra. Es más fácil de lo
que tú piensas, dice. Agita su abanico de plumas y salta, pues el!
derramando el polen espiritual sobre todos los presentes, los americanos
nativos, los niños pequeños, los visitantes, todo el mundo. Utiliza
todo su cuerpo como bendición, su viejo, frágil, voluminoso, paticorto,
cuellicorto y manchado cuerpo. Ésta es la mujer unida a su naturaleza
salvaje, la traductora de lo instintivo, la fuerza fertilizadora, la
reparadora, la recordadora de las antiguas ideas. Es La voz mitológica. Es la personificación de la Mujer Salvaje.
La
bailarina mariposa tiene que ser vieja porque representa el alma, que es
vieja. Es ancha de muslos y ancha de trasero porque acarrea muchas
cosas. Su cabello gris atestigua que ya no necesita respetar los tabús
que impiden tocar a la gente. Está autorizada a tocar a todo el mundo: a
los chicos, a los niños, a las mujeres, a las niñas, a los viejos, a
los enfermos, a los muertos. La Mujer Mariposa puede tocar a todo el
inundo. Tiene el privilegio de poder tocar finalmente a todo el mundo.
Éste es su poder. Su cuerpo es el de la Mariposa.
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