Inanna era la reina del Cielo y de la Tierra. Atendiendo a las noticias de que su hermana, la diosa Ereshkigal, reina del Inframundo, sufría grandes dolores, decidió visitarla. Inanna suponía erróneamente que bajar a su mundo era una fácil empresa. Sin embargo, descubrió que el poder y la autoridad que detentaba en la superficie de la tierra no ejercía influencia alguna en el trato que recibiría en el inframundo.
Cuando llamó con fuerza a la puerta de los infiernos y exigió que le abrieran, el guardián le preguntó quién era, y ella respondió: «Soy Inanna, la reina del Cielo, y voy de camino a Oriente». Cuando aquél inquirió: «¿por qué tu corazón te ha hecho emprender un camino del que no regresa viajero alguno?», Inanna replicó: «Por mi hermana Ereshkigal». Una vez supo que su hermana, la diosa Ereshkigal, sufría y estaba de luto, Inanna se vio impelida a emprender ese descenso, a ser testigo de ello.
El cancerbero le dijo que para pasar debía pagar un precio. Siete eran las puertas, no una sola. En cada una de ellas, el cancerbero le pidió que, si quería atravesarlas, tendría que desprenderse de una prenda de vestir. En cada ocasión, Inanna, sorprendida por semejante procedimiento, replicó indignada: «¿Qué significa esto?». En cada ocasión, recibió la siguiente respuesta: «Silencio, Inanna, pues los designios del inframundo son perfectos. No han de ponerse en duda»
Tuvo que despojarse de su magnífico tocado, la corona que representaba su autoridad, en la primera puerta. El collar de lapislázuli le fue arrebatado en la segunda puerta, y hubo de desprenderse de la doble hilera de ricas perlas que orlaba su busto en la tercera. Quedó desnuda de su peto en la cuarta, y de su brazalete de oro en la quinta. En la séptima puerta, se desprendió de su túnica regia. Desnuda y humillada, entró en el inframundo.
Una y otra vez, en cada puerta, la despojaban de los símbolos de poder, prestigio, riqueza y abolengo. Una y otra vez, en cada puerta, el abandono de uno de sus elementos de su vestuario era acogido con sorpresa. Una y otra vez decía: «¿Qué significa esto?», y recibía como respuesta: «Silencio, Inanna, pues los designios del inframundo son perfectos. No han de ponerse en duda».
Inanna estaba desnuda y cabizbaja cuando penetró en el inframundo; en su descenso había sido humillada y desprovista de sus atributos, pero la ordalía aún no había concluido. Cuando se presento ante Ereshkigal, la reina del inframundo no se mostró complacida con la visita. Llena de ira y condena, Ereshkigal contempló a Inanna con los lúgubres ojos de la muerte y ésta cayó fulminada. Entonces colgaron el cuerpo de Inanna de un gancho, y tres días más tarde empezó a descomponerse y se convirtió en un montón de carne putrefacta.
Cuando Inanna partió para el inframundo, su leal amiga Ninshubur la acompañó hasta la primera puerta y recibió sus instrucciones. Tenía que esperar allí hasta que Inanna regresara, y si no lo hacía en los siguientes tres días con sus noches, su supervivencia dependería de ella. Ninshubur, la tercera mujer que aparece en la historia del descenso, se presenta como fiel servidora de Inanna, su escudera competente y digna de confianza, a un tiempo guerrera y general, mensajera y consejera. Ninshubur representa la tercera figura interna. Como en el mito, ésta necesita mostrarse activa para ayudar a quien inicia su descenso al inframundo.
Transcurridos tres días y tres noches, y como Inanna no regresaba —porque ahora yacía colgada de un gancho en el inframundo y se había convertido en un amasijo de carne en descomposición—, la leal Ninshubur siguió sus instrucciones meticulosamente. Para que todos se enteraran, elevó quejumbrosas, tocó el tambor en las asambleas y fue a pedir ayuda a los dioses primigenios. Se prosternó ante cada uno de ellos, diciendo: «No dejes que tu hija Inanna parezca en el inframundo». Los dos primeros dioses a los que acudió no quisieron que los apuros de Inanna les turbaran, y reaccionaron airados ante la sola petición de ayuda. El tercer dios se sintió afligido y confuso, quiso escuchar lo que le había ocurrido a Inanna y actuó de inmediato, de un modo curioso. Se limpió la parte inferior de las uñas y extrajo la mugre y las virutas, o lo que allí hubiera, y modeló dos pequeñas criaturas. Carecían de sexo y podían volar y atravesar, inadvertidas, las siete puertas, colándose por diminutas grietas; eran demasiado pequeñas como para ser descubiertas, acaso del tamaño de moscas. El dios entregó a una de ellas unas gotas de néctar de la vida; a la otra le dio unas migajas de ambrosía. Les advirtió de que encontrarían a Ereshkigal lamentando su dolor, «gritando como una mujer dando a luz», desnuda con los pechos descubiertos y el cabello enmarañado, y que debían responder compasivamente a esos lamentos.
Cada vez que Ereshkigal aullaba de dolor: «¡Ay, mis entrañas!», las criaturas aullaban: «¡Ay, tus entrañas!». Cada vez que gritaba: «¡Ay, mi piel!, », ellas respondían: «¡Ay, tu piel!». Cuando vociferó: «¡Ay, mi espalda! ¡Ay, mi vientre! ¡Ay, mi corazón! ¡Ay, mi pecho!», ellas replicaron aullando, gimiendo y suspirando con una extraordinaria virulencia, y al hacerlo presenciaron y COMPARTIERON SU DOLOR, HASTA QUE ESTE POR ÚLTIMO SE DESVANECIÓ, y a partir de ese momento Ereshkigal dejó de ser la diosa iracunda y lúgubre cuya sola visión ocasionaba la muerte.
Por el contrario, ahora se mostró agradecida y generosa. Los agasajó con magníficos presentes; ante cada uno, ellos respondían: «No es esto lo que deseamos», hasta que ella se rindió y dijo: «Entonces, decidme, ¿qué es lo que queréis?». Replicaron que se llevarían «el cadáver que cuelga de un gancho en el muro». La agradecida Ereshkigal les entregó el cadáver en descomposición que había sido Inanna. Uno de los emisarios vertió las gotas de agua de la vida en sus labios muertos; el otro le hizo ingerir las migajas de ambrosía. Así, Inanna se levanto de entre los muertos, dispuesta a abandonar a Hades y regresar al empíreo.
Las diminutas criaturas andróginas que atravesaban volando las puertas alcanzaron a Ereshkigal, cuyo sufrimiento le confería el aspecto de una parturienta; asistieron a su dolor y no lo ridiculizaron, ni indagaron en su naturaleza, tampoco la acusaron ni le restaron importancia. Tan sólo mostraron compasión y permanecieron con ella. En presencia de la aceptación y la misericordia, el dolor y la ira de Ereshkigal se transformaron en gratitud y, gracias a ello, Inanna pudo volver a la vida.
Al volver a la vida, la resucitada Inanna ascendió al mundo superior lastrada por los demonios que se adhirieron a ella, prestos a saltar y reclamar a quien ella señalara para volver con ellos y ocupar su lugar en el inframundo.
La primera persona con la que se encontraron fue la fiel Ninshubur, vestida de arpillera. Los demonios dijeron: «Vamos, Inanna, nos llevaremos a Ninshubur en tu lugar». Inanna replicó: «¡No, Ninshubur es mi firma alidada!». En primer lugar describió su sabiduría y sus virtudes marciales. Luego enumeró cuanto había hecho por ayudarla, y por último espetó a los demonios: «He vuelto a la vida gracias a ella. Jamás os entregaré a Ninshubur».
A continuación, Inanna y los demonios encontraron a sus hijos Shara y Lulal. Ambos vestían de arpillera, y estaban de luto por su madre. Los demonios se dispusieron a llevarse ora a uno, ora al otro. Inanna les explicó quiénes eran y que no renunciaría a ellos. Por último, llegaron a su ciudad, y allí encontraron a su marido, Dumazi, vistiendo magníficos atavíos y sentado en el trono (desde Luego, no estaba de luto por su esposa). «Inanna clavó en Duzami la mirada de la muerte. Pronunció en su contra la palabra de la ira. Profirió contra él el grito de la culpa: ¡Lleváoslo! ¡Llevaos a Duzami!».
Inanna le había dicho al guardián que se encontraba de camino a Oriente, lo cual parece una curiosa observación si lo que deseaba era penetrar en el inframundo; sin embargo, tiene un sentido simbólico. El amanecer llega cuando el sol se alza en el Oriente, y por lo tanto éste representa el renacimiento, la fragilidad de una nueva vida, la inocencia y la esperanza. La bajada al inframundo conduce a la persona al reino de la muerte, la metamorfosis y la resurrección. En el descenso se producen muertes simbólicas: la muerte de parte de la vieja personalidad o la anterior identidad, en fin de una ilusión o esperanza concretas. En la bajada, algo que hemos ocultado en la mente puede desenterrarse y traerse a la conciencia y a la vida. Existe la posibilidad de una resurrección espiritual o psicológica.
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