"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

sábado, 15 de abril de 2017

La paloma real



Nasrudin llegó a ser primer ministro del rey. En cierta ocasión, mientras deambulaba por el palacio, vio por primera vez en su vida un halcón real.
Hasta entonces, Nasrudin jamás había visto semejante clase de paloma. De modo que tomó unas tijeras y cortó con ellas las garras, las alas y el pico del halcón.
«Ahora pareces un pájaro como es debido», dijo. «Tu cuidador te ha tenido muy descuidado».

jueves, 13 de abril de 2017

Barba Azul


Hay un trozo de barba que se conserva en el convento de las monjas blancas de las lejanas montañas. Nadie sabe cómo llegó al convento. Algunos dicen que fueron las monjas que enterraron lo que quedaba de su cuerpo, pues nadie más quería tocarlo. La razón de que las monjas conservaran semejante reliquia se desconoce, pero se trata de un hecho cierto. La amiga de mi amiga la ha visto con sus propios ojos. Dice que la barba es de color azul, añil para ser más exactos. Es tan azul como el oscuro hielo del lago, tan azul como la sombra de un agujero de noche. La barba la llevaba hace tiempo uno que, según dicen, era un mago frustrado, un gigante muy aficionado a las mujeres, un hombre llamado Barba Azul.
Dicen que cortejó a tres hermanas al mismo tiempo. Pero a ellas les daba miedo su extraña barba de tono azulado y se escondían cuando iba a verlas. En un intento de convencerlas de su amabilidad, las invitó a dar un paseo por el bosque. Se presentó con unos caballos adornados con cascabeles y cintas carmesí. Sentó a las hermanas y a su madre en las sillas de los caballos y los cinco se alejaron a medio galope hacia el bosque. Pasaron un día maravilloso cabalgando mientras los perros que los acompañaban corrían a su lado y por delante de ellos. Más tarde se detuvieron bajo un árbol gigantesco y Barba Azul deleitó a sus invitadas con unas historias deliciosas y las obsequió con manjares exquisitos.
Las hermanas empezaron a pensar "Bueno, a lo mejor, este Barba Azul no es tan malo como parece".
Regresaron a casa comentando animadamente lo interesante que había sido la jornada y lo bien que se lo habían pasado. Sin embargo, las sospechas y los temores de las dos hermanas mayores no se disiparon, por lo que éstas decidieron no volver a ver a Barba Azul. En cambio, la hermana menor pensó que un hombre tan encantador no podía ser malo. Cuanto más trataba de convencerse, tanto menos horrible te parecía aquel hombre y tanto menos azul le parecía su barba.
Por consiguiente, cuando Barba Azul pidió su mano, ella aceptó. Pensó mucho en la proposición y le pareció que se iba a casar con un hombre muy elegante. Así pues, se casaron y se fueron, al castillo que el marido tenía en el bosque.
Un día él le dijo:
-Tengo que ausentarme durante algún tiempo. Si quieres, invita a tu familia a venir aquí. Puedes cabalgar por el bosque, ordenar a los cocineros que preparen un festín, puedes hacer lo que te apetezca y todo lo que desee tu corazón. Es más, aquí tienes mi llavero. Puedes abrir todas las puertas que quieras, las de las despensas, las de los cuartos del dinero, cualquier puerta del castillo, pero no utilices la llavecita que tiene estos adornos encima.
La esposa contestó:
-Me parece muy bien, haré lo que tú me pides. Vete tranquilo, mi querido esposo, y no tardes en regresar.
Así pues, él se fue y ella se quedó.
Sus hermanas fueron a visitarla y, como cualquier persona en su lugar, tuvieron curiosidad por saber qué quería el amo que se hiciera en su ausencia. La joven esposa se lo dijo alegremente.
-Dice que podemos hacer lo que queramos y entrar en cualquier estancia que deseemos menos en una. Pero no sé cuál es. Tengo una llave, pero no sé a qué puerta corresponde.
Las hermanas decidieron convertir en un juego la tarea de descubrir a qué puerta correspondía la llave. El castillo tenía tres pisos de altura con cien puertas en cada ala y, como había muchas llaves en el llavero, las hermanas fueron de puerta en puerta y se divirtieron muchísimo abriendo las puertas. Detrás de una puerta estaban las despensas de la cocina; detrás de otra, los cuartos donde se guardaba el dinero. Había toda suerte de riquezas y todo les parecía cada vez más Prodigioso. Al final, tras haber visto tantas maravillas, llegaron al sótano y, al fondo de un pasillo, se encontraron con una pared desnuda.
Estudiaron desconcertadas la última llave, la de los adornos encima.
-A lo mejor, esta llave no encaja en ningún sitio.
Mientras lo decían, oyeron un extraño ruido... "errrrrrrrr". Asomaron la cabeza por la esquina y, ¡oh, prodigio!, vieron una puertecita que se estaba cerrando. Cuando trataron de volver abrirla, descubrieron que estaba firmemente cerrada con llave. Una de las hermanas gritó:
-¡Hermana, hermana, trae la llave! Ésta debe de ser la puerta de la misteriosa llavecita.
Sin pensarlo, una de las hermanas introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. La cerradura chirrió y la puerta se abrió, pero dentro estaba todo tan oscuro que no se veía nada.
-Hermana, hermana, trae una vela. Encendieron una vela, contemplaron el interior de la estancia y las tres lanzaron un grito al unísono, pues dentro había un lodazal de sangre, por el suelo estaban diseminados los ennegrecidos huesos de unos cadáveres y en los rincones se veían unas calaveras amontonadas cual si fueran pirámides de manzanas.
Volvieron a cerrar la puerta de golpe, sacaron la llave de la cerradura y se apoyaron la una contra la otra, jadeando y respirando afanosamente. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
La esposa contempló la llave y vio que estaba manchada de sangre. Horrorizada, intentó limpiarla con la falda de su vestido, pero la sangre no se iba.
-¡Oh, no! -gritó.
Cada una de sus hermanas tomó la llavecita y trató de limpiarla, pero no lo consiguió.
La esposa se guardó la llavecita en el bolsillo y corrió a la cocina. Al llegar allí, vio que su vestido blanco estaba manchado de rojo desde el bolsillo hasta el dobladillo, pues la llave estaba llorando lentamente gotas de sangre de color rojo oscuro.
-Rápido, dame un poco de crin de caballo -le ordenó a la cocinera.
Frotó la llave, pero ésta no dejaba de sangrar. De la llavecita brotaban gotas y más gotas de pura sangre roja.
La sacó fuera, la cubrió con ceniza de la cocina y la frotó enérgicamente. La acercó al calor para chamuscarla. La cubrió con telarañas para restañar la sangre, pero nada podía impedir aquel llanto.
-¿Qué voy a hacer? -gritó entre sollozos-. Ya lo sé. Esconderé la llavecita. La esconderé en el armarlo de la ropa. Cerraré la puerta. Esto es una pesadilla. Todo se arreglará.
Y eso fue lo que hizo.
El esposo regresó justo a la mañana siguiente, entró en el castillo y llamó a la esposa.
-¿Y bien? ¿Qué tal ha ido todo en mi ausencia?
-Ha ido todo muy bien, mi señor.
-¿Cómo están mis despensas? -preguntó el esposo con voz de trueno.
-Muy bien, mi señor.
-¿Y los cuartos del dinero? -rugió el esposo.
-Los cuartos del dinero están muy bien, mi señor.
-O sea que todo está bien, ¿no es cierto, esposa mía?
-Sí, todo está bien.
-En tal caso -dijo el esposo en voz baja-, será mejor que me devuelvas las llaves. -Le bastó un solo vistazo para darse cuenta de que faltaba una llave-. ¿Dónde está la llave más pequeña?
-La... la he perdido. Sí, la he perdido. Salí a pasear a caballo, se me cayó el llavero y debí de perder una llave.
-¿Qué hiciste con ella, mujer?
-No... no... me acuerdo.
-¡No me mientas! ¡Dime qué hiciste con la llave! -El esposo le acercó una mano al rostro como si quisiera acariciarle la mejilla, pero, en su lugar, la agarró por el cabello-. ¡Esposa infiel! -gritó, arrojándola al suelo-. Has estado en la habitación, ¿verdad?
Abrió el armarlo ropero y vio que de la llavecita colocada en el estante superior había manado sangre roja que manchaba todos los preciosos vestidos de seda que estaban colgados debajo.
-Pues ahora te toca a ti, señora mía -gritó, y llevándola a rastras por el pasillo bajó con ella al sótano hasta llegar a la terrible puerta.
Barba Azul se limitó a mirar la puerta con sus fieros ojos y ésta se abrió. Allí estaban los esqueletos de todas sus anteriores esposas.
-¡¡¡Ahora!!! -bramó.
Pero ella se agarró al marco de la puerta y le suplicó:
-¡Por favor! Te ruego que me permitas serenarme y prepararme para mi muerte. Dame un cuarto de hora antes de quitarme la vida para que pueda quedar en paz con Dios.
-Muy bien -rezongó el esposo-, te doy un cuarto de hora, pero procura estar preparada.
La esposa corrió a su cámara del piso de arriba y pidió a sus hermanas que salieran a lo alto de las murallas del castillo. Después se arrodilló para rezar, pero, en su lugar, llamó a sus hermanas.
-¡Hermanas, hermanas! ¿Veis venir a nuestros hermanos?
-No vemos nada en la vasta llanura.
A cada momento preguntaba:
-¡Hermanas, hermanas! ¿Veis venir a nuestros hermanos?
-Vemos un torbellino, puede que sea una polvareda.
Entretanto, Barba Azul ordenó a gritos a su mujer que bajara al sótano para decapitarla.
Ella volvió a preguntar:
-¡Hermanas, hermanas! ¿Veis venir a nuestros hermanos?
Barba Azul volvió a llamar a gritos a su mujer y empezó a subir ruidosamente los peldaños de piedra.
Las hermanas contestaron:
-¡Sí, los vemos! Nuestros hermanos están aquí y acaban de entrar en el castillo.
Barba Azul avanzó por el pasillo en dirección a la cámara de su esposa.
-Vengo a buscarte -rugió.
Sus pisadas eran muy fuertes, tanto que las piedras del pasillo se desprendieron y la arena de la argamasa cayó al suelo.
Mientras Barba Azul entraba pesadamente en la estancia con las manos extendidas para agarrarla, los hermanos penetraron al galope en el castillo e irrumpieron en la estancia. Desde allí obligaron a Barba Azul a salir al parapeto, se acercaron a él con las espadas desenvainadas, empezaron a dar tajos a diestro y siniestro, lo derribaron al suelo y, al final, lo mataron, de) ando su sangre y sus despojos para los buitres.

Buscando la llave

Muy tarde por la noche Nasrudin se encuentra dando vueltas alrededor de una farola, mirando hacia abajo.
Pasa por allí un vecino y le pregunta:
- ¿Qué estás haciendo Nasrudín, has perdido alguna cosa?
- Sí, estoy buscando mi llave, reponde Nasrudin.
El vecino se queda con él para ayudarle a buscar.
Después de un rato, pasa una vecina.
-¿Qué estáis haciendo? - les pregunta.
- Estamos buscando la llave de Nasrudín.
Ella también quiere ayudarlos y se pone a buscar.
Luego, otro vecino se une a ellos.
Juntos buscan y buscan y buscan.
Habiendo buscado durante un largo rato acaban por cansarse.
Un vecino pregunta:
- Nasrudín, hemos buscado tu llave durante mucho tiempo, ¿estás seguro de haberla perdido en este lugar?
- No, dice Nasrudín.
- ¿dónde la perdiste, pues?
- Allí, en mi casa.
- Entonces, ¿por qué la estamos buscando aquí?
- Pues porque aquí hay más luz y mi casa está muy oscura.

 (Cuentos de Nasrudin) Filosofía Sufi.

Aportado por Jorge F.

viernes, 7 de abril de 2017

El amor y la pasión

En un lejano reino, allí donde se cruzan los vientos del Este con los del Oeste, los del Norte con los del Sur, se hallaba una princesa locamente enamorada de un apuesto capitán de su guardia y, aunque tan sólo contaba con 18 años de edad, no tenía ningún otro deseo que casarse con él, aún a costa de lo que perdiera.
Su padre que tenía fama de sabio no cesaba de decirle: “No estás preparada para recorrer el camino del matrimonio. El amor, a diferencia de la pasión, es también voluntad y renuncia y, así como se expande y se recrea en las alegrías, así también profundiza y se adentra a través de las penas. Todavía eres muy joven y a veces caprichosa. Si buscas en el amor del matrimonio tan sólo la paz y el placer no es éste el momento de casarte”.
"Pero padre", decía ella, "sería tan feliz junto a él que no me separaría ni un sólo instante de su lado. Compartiríamos hasta el más oculto de nuestros deseos y de nuestros sueños."
Entonces el Rey, reflexionando se dijo: "Las prohibiciones hacen crecer el deseo, y si le prohíbo que se encuentre con su amado, su deseo por el mismo crecerá desesperado. Pero, por otra parte, ella se asemeja a un tierno e inexperto capullo que desea abrir su fervor y fragancia...".
Y así, en medio de sus cavilaciones, de pronto recordó las palabras pronunciadas por el anillo de los sabios que, en ese momento, sonaron a sus oídos en boca de Kalil Gibran:
"Cuando el amor llame a vuestro corazón seguidlo, aunque sus senderos sean arduos y penosos".
"Cuando sus alas os envuelvan, entregáos, aunque la espada entre ellas escondida os hiera".
"Y cuando os hable, creed en él, aunque a veces su voz rompa vuestros sueños, tal como el viento norte azota los jardines, porque así como el amor corona de jazmines y rosas, así también crucifica con espinas."
"Pero si en vuestro miedo, buscáreis solamente la paz y el placer del amor, entonces, es mejor que cubráis vuestra desnudez y os alejéis de sus umbrales hacia un mundo de primaveras donde reiréis pero no con toda vuestra risa, y lloraréis, pero no con todas vuestras lágrimas."
Tras el paso de esas resonancias, dijo el Rey al fin:
"Hija Mía, voy a someter a prueba tu amor por ese joven. Vas a ser encerrada con él durante 40 días y 40 noches en una lujosa cámara de la Torre de Marfil del Castillo de Primavera. Si al finalizar este período, sigues queriéndote casar, significará que sabes de individualidad y resistencia. Significará también que ya eres madura de corazón y que estás preparada para la creación de un hogar. Entonces te daré mi consentimiento."
La princesa, presa de una gran alegría, dio un abrazo a su padre y aceptó encantada someterse a la prueba. Se diría que su mente estallaba plena de imágenes y expectativas en las que rebosaba felicidad. Y en efecto, todo discurrió armoniosamente durante los primeros días, en los que los amantes no cesaban de saciar sus deseos anteriormente retenidos, y colmar sus íntimas carencias... pero tras la excitación y la euforia de las caricias, besos y susurros de las luces, no tardaron en presentarse las dudas y contradicciones de las sombras que al no saber como entenderlas y vivirlas, se convirtieron en rutina y aburrimiento. Y lo que al principio sonaba a embelesadora música a oídos de la princesa, se fue tornando en sonido infernal.
Aquella hermosa joven de cabellos púrpura comenzó a vivir un extraño vaivén entre el dolor y el placer, entre la alegría y la tristeza, entre la admiración y el rechazo, por lo que antes de que transcurrieran dos semanas, la princesa ya estaba suspirando por otro hombre del pasado o del futuro, llegando a repudiar todo cuanto dijera o hiciera su amante.
A las tres semanas, se encontraba tan harta de su pareja que, presa de una intensa rabieta, se puso a chillar y aporrear la puerta de la celda. Cuando al fin consiguió salir, volvió a los brazos de su padre, agradecida de haber sido liberada de aquel ser que aún no entendía cómo había llegado primero a amar y más tarde aborrecer.
Al tiempo, cuando la princesa recobró la serenidad perdida, y encontrándose junto a las azucenas del jardín real, dijo a su padre: "Háblame del matrimonio, Padre".
Y el sabio Rey contestó:
"Escucha atentamente lo que dicen los poetas de mi reino":
Nacisteis juntos y juntos para siempre. Pero,
Dejad que en vuestra unión crezcan los espacios.
Amaos el uno al otro, más no hagáis del amor una prisión
Llenáos mutuamente las copas, pero no bebáis de la misma.
Compartid vuestro pan, más no comáis del mismo trozo.
Y permaneced juntos, más no demasiado juntos.
Porque ni el roble ni el ciprés crecen uno a la sombra del otro.
(palabras de Kalil Gibran. “El Profeta”)


 

Febo y Faetón





La necesidad de que el padre sea muy cuidadoso, y de que admita en su casa sólo a aquellos que han sido com­pletamente probados, queda ilustrada por la desgraciada experiencia del joven Faetón, descrita en una famosa fá­bula griega. Nacido de una virgen en Etiopía y azuzado por sus compañeros para que buscara a su padre, atravesó Persia y la India para llegar al palacio del Sol, porque su madre le había dicho que su padre era Febo, el dios que guiaba el carro del Sol.

El joven Faetón, nacido de una virgen en Etiopía era azuzado por sus compañeros para que buscara a su padre. Atraesó Persia y la India para llegar al palacio del Sol, porque su madre le había dicho que su padre era Febo, el dios que guiaba el carro del Sol. El palacio del Sol estaba en las alturas sostenido por elevadas columnas.

Faetón subió por el camino y llegó hasta la casa. Allí descubrió a Febo sentado en un trono de esmeraldas, rodea­do de las Horas y de las Estaciones, del Día, el Mes, el Año y el Siglo. El atrevido joven se detuvo en el umbral, pues sus ojos mortales no podían soportar la luz; pero el padre, gentilmente, le habló a través del vestíbulo.

“¿Por qué has venido? —preguntó— ¿Qué buscas, oh Faetón, hijo que ningún padre negaría?”
El joven respondió respetuosamente: “Oh padre mío ¡Febo! Dadme una prueba por la cual todos sepan que soy vuestro verdadero hijo.”

El gran dios dijo al joven que se acercara. Le prometió, sellando la promesa con un juramento, que cualquier prueba que deseara le sería concedida. Lo que Faetón deseaba era el carro de su padre, y el derecho de guiar los caballos alados por un día.
“Esa petición —dijo el padre— demuestra que he pro­metido con demasiada prisa”. Hizo alejar un poco al muchacho y trató de disuadirlo.
Febo razonaba, pero Faetón no cedía. Incapaz de retirar su juramento, el padre retardaba el cumplimiento tanto como el tiempo se lo permitía, pero finalmente se vio forzado a conducir a su obstinado hijo al carro prodigioso
“Si, por lo menos, quisieras obedecer las advertencias de tu padre —aconsejó la divinidad—, procurarías no usar del látigo y tirar de las riendas fuertemente. Los caballos van siempre muy de prisa sin necesidad de apurarlos. No sigas el camino directamente a través de las cinco zonas del cielo, en la bifurcación vuélvete a la izquierda, te será fácil ver las huellas de mis ruedas. Además, para que el cielo y la tierra tengan igual calor, cuida de no subir ni ba­jar demasiado; si subes mucho quemarás los cielos y si bajas demasiado incendiarás la tierra. El camino de en medio es el más seguro.

Tetis, la diosa del mar, abrió las rejas, y los caballos dando un brinco echaron a correr violentamente. Inmediatamente el carro empezó a mecerse como un barco sin lastre entre las olas. El conductor, aterrorizado, olvidó las riendas y no supo nada del camino. Remontándose en forma enloquecida, los caballos alcanzaron las alturas del cielo y llegaron a las más remotas constelaciones. La Osa Mayor y la Osa Menor se chamuscaron. La Serpiente que yace enrollada cerca de las estrellas polares se calentó y con el calor se enfureció  peligrosamente. El Boyero voló, cargado con su arado. El Escorpión atacó con su cola. El carro, después de haber corrido por algún tiempo entre desconocidas regiones del aire, atropellando a las estrellas, golpeó locamente las nubes cercanas a la tierra, y la Luna pudo ver con gran asombro a los caballos de su hermano corriendo debajo de los suyos. Las nubes se eva­poraron. La tierra se inflamó. Las montañas ardían y las ciudades perecían dentro de sus muros, las naciones que­daron reducidas a cenizas. Fue entonces cuando el pueblo de Etiopía se volvió negro porque la sangre fue atraída a la superficie de sus cuerpos por el calor. Libia se convir­tió en un desierto. El Nilo corrió aterrorizado a los con­fines de la Tierra y todavía tiene escondida la cabeza.
La Madre Tierra, protegiéndose el rostro quemado con la mano, ahogándose con el humo caliente, levantó su gran voz y llamó a Zeus, el padre de todas las cosas, para que salvara su mundo. “¡Mira! —le gritó—.
Zeus, el Padre Todopoderoso, llamó rápidamente a los dioses para que atestiguaran que todo se perdería a menos que se tomara rápidamente alguna medida. Entonces se apresuró a llegar al Cénit, tomó un rayo con su mano derecha y lo lanzó desde muy cerca de su oído. El carro se sacudió, los caballos, aterrorizados, se desbocaron; y Faetón, con los cabellos incendiados, descendió como una estrella que cae. Y el río Po recibió su cuerpo calcinado.

Las náyades de la región lo enterraron y le pusieron este epitafio:

Aquí yace Faetón; viajó en el carro de Febo,
y aunque su fracaso fue grande,
más grande fue su atrevimiento

Esta fábula del padre indulgente ilustra la antigua idea de que cuando los papeles de la vida son asumidos por los impropiamente iniciados sobreviene el caos.