"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

viernes, 7 de abril de 2017

Febo y Faetón





La necesidad de que el padre sea muy cuidadoso, y de que admita en su casa sólo a aquellos que han sido com­pletamente probados, queda ilustrada por la desgraciada experiencia del joven Faetón, descrita en una famosa fá­bula griega. Nacido de una virgen en Etiopía y azuzado por sus compañeros para que buscara a su padre, atravesó Persia y la India para llegar al palacio del Sol, porque su madre le había dicho que su padre era Febo, el dios que guiaba el carro del Sol.

El joven Faetón, nacido de una virgen en Etiopía era azuzado por sus compañeros para que buscara a su padre. Atraesó Persia y la India para llegar al palacio del Sol, porque su madre le había dicho que su padre era Febo, el dios que guiaba el carro del Sol. El palacio del Sol estaba en las alturas sostenido por elevadas columnas.

Faetón subió por el camino y llegó hasta la casa. Allí descubrió a Febo sentado en un trono de esmeraldas, rodea­do de las Horas y de las Estaciones, del Día, el Mes, el Año y el Siglo. El atrevido joven se detuvo en el umbral, pues sus ojos mortales no podían soportar la luz; pero el padre, gentilmente, le habló a través del vestíbulo.

“¿Por qué has venido? —preguntó— ¿Qué buscas, oh Faetón, hijo que ningún padre negaría?”
El joven respondió respetuosamente: “Oh padre mío ¡Febo! Dadme una prueba por la cual todos sepan que soy vuestro verdadero hijo.”

El gran dios dijo al joven que se acercara. Le prometió, sellando la promesa con un juramento, que cualquier prueba que deseara le sería concedida. Lo que Faetón deseaba era el carro de su padre, y el derecho de guiar los caballos alados por un día.
“Esa petición —dijo el padre— demuestra que he pro­metido con demasiada prisa”. Hizo alejar un poco al muchacho y trató de disuadirlo.
Febo razonaba, pero Faetón no cedía. Incapaz de retirar su juramento, el padre retardaba el cumplimiento tanto como el tiempo se lo permitía, pero finalmente se vio forzado a conducir a su obstinado hijo al carro prodigioso
“Si, por lo menos, quisieras obedecer las advertencias de tu padre —aconsejó la divinidad—, procurarías no usar del látigo y tirar de las riendas fuertemente. Los caballos van siempre muy de prisa sin necesidad de apurarlos. No sigas el camino directamente a través de las cinco zonas del cielo, en la bifurcación vuélvete a la izquierda, te será fácil ver las huellas de mis ruedas. Además, para que el cielo y la tierra tengan igual calor, cuida de no subir ni ba­jar demasiado; si subes mucho quemarás los cielos y si bajas demasiado incendiarás la tierra. El camino de en medio es el más seguro.

Tetis, la diosa del mar, abrió las rejas, y los caballos dando un brinco echaron a correr violentamente. Inmediatamente el carro empezó a mecerse como un barco sin lastre entre las olas. El conductor, aterrorizado, olvidó las riendas y no supo nada del camino. Remontándose en forma enloquecida, los caballos alcanzaron las alturas del cielo y llegaron a las más remotas constelaciones. La Osa Mayor y la Osa Menor se chamuscaron. La Serpiente que yace enrollada cerca de las estrellas polares se calentó y con el calor se enfureció  peligrosamente. El Boyero voló, cargado con su arado. El Escorpión atacó con su cola. El carro, después de haber corrido por algún tiempo entre desconocidas regiones del aire, atropellando a las estrellas, golpeó locamente las nubes cercanas a la tierra, y la Luna pudo ver con gran asombro a los caballos de su hermano corriendo debajo de los suyos. Las nubes se eva­poraron. La tierra se inflamó. Las montañas ardían y las ciudades perecían dentro de sus muros, las naciones que­daron reducidas a cenizas. Fue entonces cuando el pueblo de Etiopía se volvió negro porque la sangre fue atraída a la superficie de sus cuerpos por el calor. Libia se convir­tió en un desierto. El Nilo corrió aterrorizado a los con­fines de la Tierra y todavía tiene escondida la cabeza.
La Madre Tierra, protegiéndose el rostro quemado con la mano, ahogándose con el humo caliente, levantó su gran voz y llamó a Zeus, el padre de todas las cosas, para que salvara su mundo. “¡Mira! —le gritó—.
Zeus, el Padre Todopoderoso, llamó rápidamente a los dioses para que atestiguaran que todo se perdería a menos que se tomara rápidamente alguna medida. Entonces se apresuró a llegar al Cénit, tomó un rayo con su mano derecha y lo lanzó desde muy cerca de su oído. El carro se sacudió, los caballos, aterrorizados, se desbocaron; y Faetón, con los cabellos incendiados, descendió como una estrella que cae. Y el río Po recibió su cuerpo calcinado.

Las náyades de la región lo enterraron y le pusieron este epitafio:

Aquí yace Faetón; viajó en el carro de Febo,
y aunque su fracaso fue grande,
más grande fue su atrevimiento

Esta fábula del padre indulgente ilustra la antigua idea de que cuando los papeles de la vida son asumidos por los impropiamente iniciados sobreviene el caos.

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