"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

jueves, 21 de septiembre de 2017

El sabio y la urraca

En tiempo de los Reinos combatientes, el Hijo del Cielo no tenía ya de emperador más que el título. China estaba a merced de los señores de la guerra, que se disputaban incansablemente los despojos del Imperio. El rey de Wu había decidido conquistar el reino de Shou, cuyo ejército, según diversos informes, era muy inferior en número al suyo y estaba mucho peor equipado.

Durante los preparativos, sus espías le señalaron que un rey vecino concentraba tropas en las fronteras, a la espera, sin duda, de que el ejército de Wu abandonara el reino para invadirlo. El soberano hizo oídos sordos y persistió en su proyecto de conquista. Sus ministros estaban muy inquietos. Uno de ellos tuvo la audacia de hablarle abiertamente de sus temores y fue depuesto en el acto.

En aquella época, Zhuangzi vagaba con su rosario de discípulos por el reino de Wu. El dignatario destituido le visitó para pedirle que interviniera ante el rey antes de que el país se convirtiera en pasto del dragón de la guerra. El sabio prometió intentar alguna cosa.

Unos días más tarde, Zhuangzi irrumpió en la sala del trono, sin afeitar, maniatado, prisionero de un patán que vestía uniforme de los guardias reales.

El rey de Wu, en el colmo de la indignación –ya que había reconocido al venerable sabio a quien había ido a consultar en varias ocasiones-, mandó de inmediato que desataran las manos del prisionero. Reprendió al guarda de caza por tanta inconsecuencia y lo cesó inmediatamente de sus funciones. Pero éste se prosternó varias veces y se defendió explicando que había sorprendido al llamado Zhuangzi practicando la caza furtiva en el parque real del Oeste. Exhibió el objeto del delito: un arco que había arrancado de manos del transgresor. Perplejo, el rey se volvió al viejo maestro y le preguntó qué significaba aquello.

Zhuangzi acarició su perilla blanquecina y contestó:
- Pues bien, Majestad, he tenido una extraña aventura. Había salido a cazar en la pradera que bordea el parque de Su Majestad, con la firme intención de no sobrepasar en absoluto los límites, ya que había visto bien los mojones donde estaba grabado vuestro sello. Caminaba, pues, entre las hierbas altas acechando el vuelo de una presa, cuando, de repente, el ala de una urraca rozó mi sombrero. Se posó en la linde de vuestro parque. Me dije:

- ¡qué extraño, me ha rozado sin verme y ahora está a mi merced, al alcance de la flecha de mi arco! Intrigado, me acerqué al ave para averiguar lo que le había hecho olvidar toda prudencia. Dio algunos saltos en el sotobosque, la seguí, y de repente se quedó inmóvil como si fuera a lanzarse sobre una presa. Seguí avanzando sin que la urraca advirtiera mi presencia ¡y entonces vi que esperaba que una mantis religiosa, escondida tras una hoja, se apoderara de una cigarra, para abalanzarse y devorar a los dos insectos a la vez!

Deseosa de aprovechar esta doble acción, no había visto al cazador que tenía detrás. Y me hice la reflexión siguiente: así es la naturaleza animal, cegados por sus apetitos, los animales olvidan protegerse del peligro. ¡Fue entonces cuando vuestro guarda de caza me sorprendió y me detuvo como a un vulgar cazador furtivo! Y me hice la reflexión siguiente:
- Así es la naturaleza humana, ¡cautivado por el mundo exterior, el ser humano olvida protegerse así mismo!

Y el rey Wu comprendió la lección. Abandonó su proyecto de invasión, escapando así por poco a la trampa que habían urdido sus vecinos.

El néctar de los inmortales

Wang, que en chino significa "rey", era el nombre que llevaba de manera bastante irónica un humilde campesino que sólo reinaba sobre su miserable choza y su pedazo de tierra, en el valle del río Wei. Por más que se deslomaba en sus parcelas pedregosas, que se escalonaban sobre la ladera de una colina, el sudor no podía volver fértil una tierra ingrata. No todos los días saciaba su hambre y en ocasiones le  reprochaba al dios del Destino el haberle olvidado. Pero su corazón no estaba tan seco como su tierra y en más de una ocasión compartió su escasa comida con un vagabundo o con sus vecinos los gorriones.

Una noche en la que se había quedado dormido, exhausto, sobre su jergón, vio en sueños a uno de esos gorriones a los que a menudo obsequiaba algunas semillas. El pájaro le decía que saliera al exterior para probar suerte, ya que los Ocho Inmortales estaban atravesando el pueblo. Wang se despertó y sintió que un gorrión le estaba picoteando la cabeza. Se levantó, corrió hacia la puerta y, en medio de la bruma difusa que iluminaba un halo de luna, vio unas siluetas en la callejuela. Eran ocho.

Wang se puso su tunica, cogió su bastón, su bolsa, y se deslizó en medio de la noche, sin hacer ruido, para cerciorarse de si el pájaro estaba en lo cierto o si se trataba más bien de un grupo de bandidos, como le susurraba su instinto de campesino. Alcanzó a los viajeros y los observó manteniéndose a una istancia razonable. A través de la niebla creyó distinguir claramente a dos de los famosos inmortales fácilmente reconocibles: Zhang Guo Lao, que abría la marcha montando en su mula blanca, y Li Tieguai, que iba cojeando detrás de los demás con su muleta de hierro. Wang decidió seguirles discretamente con la esperanza de le condujeran al Reino de los Inmortales, donde los festines divinos se suceden en la despreocupación de la eterna juventud.

Al llegar ante el río Wei, el viejo que marchaba en cabeza dijo a su mula:

- Venga, despacio, bonita, procura caminar ligera para no salpicar a nuestros compañeros.

Y entonces Wang vio a la blanca montura cruzar el impetuoso curso de agua rozando apenas con sus pezuñas la superficie de las ondas. Tras ella, otros Inmortales caminaron a su vez sobre el río. Pero Li Tieguai, el mendigo cojo, llamó a sus compañeros y, sin girarse, les dijo a gritos:

- ¿Qué vamos a hacer con ese mortal que nos sigue? He Xiangu, la patrona de las magas, le contestó:

- ¡Si está preparado, pasará a la otra orilla; si no, se quedará en ésta! Hazle pasar la prueba.

Li Tieguai hizo señas a Wang para que se acercara y le dijo:

- Para cruzar el río sin ahogarte, debes cumplir tres condiciones. La primera, caminar sobre el agua mirando recto hacia adelante y sin pensamientos impuros. ¿Te sientes capaz de hacerlo?

Wang asintió con la cabeza. La perspectiva de entrar en el Reino de los Inmortales le daba alas.

- La segunda condición: debes abandonar todo lo que posees, sin tristeza.

- Eso tampoco es difícil, sobre todo para mí, que no tengo gran cosa!

Y Wang arrojó al río su bolsa y su bastón.

El mendigo deforme abrió su cantimplora, rió sarcásticamente y dijo:

- La tercera condición es harina de otro costal. Debes beber un trago de este remedio, que purificará tu cuerpo y lo hará tan ligero como una hoja. Tiéndeme el hueco de tus manos.

Li el cojo vertió en las palmas del pobre campesino un líquido verdoso, viscoso y nauseabuno. Wang quedó aún más  sorprendido por cuanto esperaba beber uno e esos legendarios licores divinos. Cuando acercó las manos a los labios, se le  encogió el estómago, y con una mueca de repugnancia dejó que la infame mixtura corriera entre sus dedos y se limpió las manos en el río.

- Miserable - refunfuñó el sabio inválido -, has desperdiciado el preciado Néctar de la Inmortalidad que con tanto esmero y paciencia prepara la Reina Madre de Occidente. ¡Que sacrilegio! Te has quedado en las apariencias. No eres digno de seguirnos.

- ¡Te lo ruego! - suplicó Wang -, dame otra oportunidad!

- Tu otra oportunidad - rió sarcásticamente Li el cojo - está en el hueco de tus manos. ¡Haz buen uso de ella!

Y mientras el inmortal desaparecía en la bruma, dando saltitos sobre la cresta de las olas con su muleta de hierro, Wang se miró la palma de las manos. Brillaba en la noche con un extraño resplandor, como dos lámparas de jade.

El campesino no tardó en descubrir el poder de sus manos. Aliviaba los dolores, curaba las enfermedades. Eran manos de curandero. Hizo buen uso de ellas, se convirtió en médico famoso. Se enriqueció porque sabía hacer que los poderosos le pagaran, pero hacía que los pobres se beneficiaran de ello. Se abstuvo de todo pensamiento egoísta y practicó sin descanso la compasión, condiciones principales para llegar a la otra orilla, la de los Inmortales. Afortunadamente, para él y para sus pacientes, ya que Li el cojo acudió en varias ocasiones, bajo la apariencia del más lamentable de los mendigos, para probar el corazón de nuestro curandero haciendo que le aliviara gratuitamente de sus dolencias. Y si Wang lo hubiese echado, habría perdido de inmediato su poder.

Los méritos de Wang quizá le permitieran más tarde encontrar el camino de la eterna juventud... En todo caso, quedó inmortalizado en la memoria de los chinos con el nombre de Rey de los dedos de Oro, y hay quienes le atribuyen la paternidad de la acupuntura digital, más conocida con su nombre japonés, shiatsu. ¡Una manera muy útil de hacerse inmortal!



Antídoto

La suegra y su nuera vivían bajo el mismo techo. Desde el principio, las dos mujeres no podían soportarse. Con el tiempo, acabaron por detestarse. La vieja, de carácter muy desabrido, hacía uso de sus prerrogativas de anciana y tiranizaba a su hija política. La espiaba sin cesar, acechando la más mínima ocasión para hacerle reproches: la limpieza estaba mal hecha, la sopa no lo bastante caliente, el arroz demasiado cocido, iba maquillada como una prostituta, ¡de todo le decía! El marido, cobarde como la mayoría de los hombres en esta situación, se cuidaba mucho de tomar partido.
La vida de la joven se había vuelto intolerable y sentía un odio sin límites por su verdugo de suegra. Decidió hacerla desaparecer con discreción, recurriendo a la magia o al veneno. Una de sus amigas de la infancia, en quien tenía plena confianza; le aconsejó que fuera a consultar a una anciana muy sabia en materia de plantas medicinales, drogas y sortilegios. Vivía en una cabaña de ramas, a algunos li del pueblo, en el fondo de un estrecho valle.
La solitaria llevaba un vestido de paja de arroz trenzado. Una abundante melena plateada escondía la mayor parte de su rostro. Sin manifestar la menor emoción, escuchó la siniestra demanda. Cerró los ojos largo tiempo y por fin contestó:
—En materia de veneno, hay que ser prudente, no precipitar en absoluto las cosas. Conviene emplear pequeñas dosis para no dejar huellas, no atraer las sospechas. Voy a darte una mezcla de hierbas tóxicas que actúan muy lentamente. Para activar su efecto, deberás masajear a tu suegra dos veces al día. Pero, para que acepte ese tratamiento, primero echarás diez gotas de esta preparación en su comida. Estará enferma unos días. Cuando el médico del pueblo la haya auscultado sin encontrar remedio alguno, manda a buscarme. Entonces daré mi prescripción.
La chamana le entregó un frasco y le reclamó una considerable suma de dinero a cambio de sus servicios.
El plan se desarrolló como estaba previsto. La anciana de la montaña fue llamada junto a la cabecera de la suegra. Prescribió una tisana y masajes dos veces al día durante un mes. Enseñó a la nuera cómo darlos.
Por la virtud de los masajes cotidianos, la suegra se distendió, y su carácter mejoró. Las dos mujeres se acercaron, sus energías se armonizaron. Al cabo de quince días, se habían vuelto como madre e hija, unidas por un verdadero afecto. A la nuera le asaltaron los remordimientos.
El veneno administrado desde hacía dos semanas tal vez hubiera obrado ya de forma irreversible. Corrió hasta la cabaña de la maga para pedirle un antídoto.
La anciana levantó la maraña de su cabellera con los peines de sus dedos, mostrando así un rostro iluminado por una magnífica sonrisa.
—No te preocupes, hija mía, la tisana es inofensiva. Incluso es beneficiosa.
Todo se ha desarrollado tal como yo lo había previsto. La práctica del Tao nos enseña a transformar lo negativo en positivo.

Fue como una revelación para la joven. A partir de ese día volvió a visitar con frecuencia a la anciana de la montaña para seguir sus huellas por los senderos de la sabiduría. Luego la sucedió como médico de los cuerpos y de las almas.

Del uso de las parábolas



El venerable consejero Hui era escuchado por el emperador.
Un cortesano celoso de su influencia dijo un día al monarca:
-Su Grandeza, es realmente un fastidio tener que soportar en los consejos de ministros las interminables digresiones de ese viejo senil. ¿Habéis observado que ha adoptado la enojosa costumbre de ilustrar sus palabras con toda clase de cuentos, anécdotas y leyendas? Pedidle, por favor, que no siga utilizando todos esos apólogos que nos embrollan la mente y nos hacen perder un tiempo precioso.
En la siguiente apertura de sesión del consejo, el emperador pidió solemnemente al anciano que en lo sucesivo expresara su pensamiento sin rodeos, ¡y sobre todo que dejara de distraer a la asamblea con fábulas¡ Hui inclinó su cráneo cano, enderezó su rostro, tan impenetrable como una máscara de ópera, y dijo:
-Majestad, permitidme que os haga una pregunta. Si le hablo a alguien de una ballesta, y mi interlocutor desconoce por completo de qué se trata, y yo respondo que una ballesta se asemeja a una ballesta, ¿comprenderá de qué estoy hablando?
-Ciertamente no -contestó el soberano barriendo con la mirada las vigas del techo.
-Bien -siguió el viejo consejero-, pero si le digo que una ballesta se asemeja a un arco pequeño, que la caja es de metal, la cuerda de fibras de bambú, y que en consecuencia es más potente: si le digo además que la ballesta lanza proyectiles más pequeños y más sólidos que las flechas, guiados por un canal de madera, y que posee por tanto mayor precisión que un arco, ¿comprenderá entonces mi interlocutor de qué se trata?
-¡Evidentemente! -exclamó el emperador, agitando sus mangas de brocado.
-De este modo -prosiguió el patriarca -debo recurrir a una imagen que mi interlocutor conozca para explicarle lo que no entiende. Y lo propio de las parábolas es hacer accesible una idea sutil. ¿Seguís, pues, siendo del parecer, Majestad, de que renuncie a expresar mi pensamiento con ayuda de algunos cuentecillos inventados y muy instructivos?
-Claro que no -respondió el soberano lanzando una mirada divertida al cortesano celoso a quien obstinadamente se le iban los ojos hacia sus escarpines de fieltro.

Los caballos del destino



Un humilde campesino vivía en el norte de China, en los confines estepas frecuentadas por los nómadas.
Un día regresó silbando de la feria con una magnífica potranca que había comprado a un precio razonable, gastando pese a ello lo que había ahorrado en cinco años de economías.
Unos días más tarde, su único caballo, que constituía todo su capital, se escapó y desapareció hacia la frontera. El acontecimiento dio la vuelta al pueblo, y los vecinos acudieron uno tras otro para compadecer al granjero por su mala suerte. Éste se encogía de hombros y contestaba, imperturbable:
 – Las nubes tapan el sol pero también traen la lluvia. Una desgracia trae a veces consigo un beneficio. Ya veremos.
Tres mese más tarde, la yegua reapareció con un magnífico semental salvaje caracoleando junto a ella. Estaba preñada. Los vecinos acudieron para felicitar al dichoso propietario:
– Tenías razón al ser optimista. ¡Pierdes un caballo y ganas tres!
– Las nubes traen la lluvia nutricia, y en ocasiones la tormenta devastadora. La desgracia se esconde en los pliegues de la felicidad. Esperemos.
 El único hijo del campesino domó al fogoso semental y se aficionó a montarlo. No tardó en caerse del caballo y poco le faltó para romperse el cuello. Salió del paso con una pierna rota.
 A los vecinos que venían de nuevo para cantar sus penas, el filósofo campesino les respondió:
– Calamidad o bendición ¿quién puede saberlo? Los cambios no tienen fin en este mundo que no permanece.
Unos días más tarde, se decretó la movilización general en el distrito para rechazar una invasión mongola. Todos los jóvenes válidos partieron al combate y muy pocos regresaron a sus hogares. Pero el hijo único del campesino, gracias a sus muletas, se libró de la masacre.