Un humilde campesino vivía en el norte de China, en los confines estepas
frecuentadas por los nómadas.
Un día regresó silbando de la feria con una magnífica potranca que había
comprado a un precio razonable, gastando pese a ello lo que había ahorrado en
cinco años de economías.
Unos días más tarde, su único caballo, que constituía todo su capital, se
escapó y desapareció hacia la frontera. El acontecimiento dio la vuelta al
pueblo, y los vecinos acudieron uno tras otro para compadecer al granjero por
su mala suerte. Éste se encogía de hombros y contestaba, imperturbable:
– Las nubes tapan el sol pero también traen la lluvia. Una desgracia
trae a veces consigo un beneficio. Ya veremos.
Tres mese más tarde, la yegua reapareció con un magnífico semental salvaje
caracoleando junto a ella. Estaba preñada. Los vecinos acudieron para felicitar
al dichoso propietario:
– Tenías razón al ser optimista. ¡Pierdes un caballo y ganas tres!
– Las nubes traen la lluvia nutricia, y en ocasiones la tormenta
devastadora. La desgracia se esconde en los pliegues de la felicidad.
Esperemos.
El único hijo del campesino domó al fogoso semental y se aficionó a
montarlo. No tardó en caerse del caballo y poco le faltó para romperse el
cuello. Salió del paso con una pierna rota.
A los vecinos que venían de nuevo para cantar sus penas, el filósofo
campesino les respondió:
– Calamidad o bendición ¿quién puede saberlo? Los cambios no tienen fin en
este mundo que no permanece.
Unos días más tarde, se decretó la movilización general en el distrito para
rechazar una invasión mongola. Todos los jóvenes válidos partieron al combate y
muy pocos regresaron a sus hogares. Pero el hijo único del campesino, gracias a
sus muletas, se libró de la masacre.
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