"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

jueves, 21 de septiembre de 2017

El néctar de los inmortales

Wang, que en chino significa "rey", era el nombre que llevaba de manera bastante irónica un humilde campesino que sólo reinaba sobre su miserable choza y su pedazo de tierra, en el valle del río Wei. Por más que se deslomaba en sus parcelas pedregosas, que se escalonaban sobre la ladera de una colina, el sudor no podía volver fértil una tierra ingrata. No todos los días saciaba su hambre y en ocasiones le  reprochaba al dios del Destino el haberle olvidado. Pero su corazón no estaba tan seco como su tierra y en más de una ocasión compartió su escasa comida con un vagabundo o con sus vecinos los gorriones.

Una noche en la que se había quedado dormido, exhausto, sobre su jergón, vio en sueños a uno de esos gorriones a los que a menudo obsequiaba algunas semillas. El pájaro le decía que saliera al exterior para probar suerte, ya que los Ocho Inmortales estaban atravesando el pueblo. Wang se despertó y sintió que un gorrión le estaba picoteando la cabeza. Se levantó, corrió hacia la puerta y, en medio de la bruma difusa que iluminaba un halo de luna, vio unas siluetas en la callejuela. Eran ocho.

Wang se puso su tunica, cogió su bastón, su bolsa, y se deslizó en medio de la noche, sin hacer ruido, para cerciorarse de si el pájaro estaba en lo cierto o si se trataba más bien de un grupo de bandidos, como le susurraba su instinto de campesino. Alcanzó a los viajeros y los observó manteniéndose a una istancia razonable. A través de la niebla creyó distinguir claramente a dos de los famosos inmortales fácilmente reconocibles: Zhang Guo Lao, que abría la marcha montando en su mula blanca, y Li Tieguai, que iba cojeando detrás de los demás con su muleta de hierro. Wang decidió seguirles discretamente con la esperanza de le condujeran al Reino de los Inmortales, donde los festines divinos se suceden en la despreocupación de la eterna juventud.

Al llegar ante el río Wei, el viejo que marchaba en cabeza dijo a su mula:

- Venga, despacio, bonita, procura caminar ligera para no salpicar a nuestros compañeros.

Y entonces Wang vio a la blanca montura cruzar el impetuoso curso de agua rozando apenas con sus pezuñas la superficie de las ondas. Tras ella, otros Inmortales caminaron a su vez sobre el río. Pero Li Tieguai, el mendigo cojo, llamó a sus compañeros y, sin girarse, les dijo a gritos:

- ¿Qué vamos a hacer con ese mortal que nos sigue? He Xiangu, la patrona de las magas, le contestó:

- ¡Si está preparado, pasará a la otra orilla; si no, se quedará en ésta! Hazle pasar la prueba.

Li Tieguai hizo señas a Wang para que se acercara y le dijo:

- Para cruzar el río sin ahogarte, debes cumplir tres condiciones. La primera, caminar sobre el agua mirando recto hacia adelante y sin pensamientos impuros. ¿Te sientes capaz de hacerlo?

Wang asintió con la cabeza. La perspectiva de entrar en el Reino de los Inmortales le daba alas.

- La segunda condición: debes abandonar todo lo que posees, sin tristeza.

- Eso tampoco es difícil, sobre todo para mí, que no tengo gran cosa!

Y Wang arrojó al río su bolsa y su bastón.

El mendigo deforme abrió su cantimplora, rió sarcásticamente y dijo:

- La tercera condición es harina de otro costal. Debes beber un trago de este remedio, que purificará tu cuerpo y lo hará tan ligero como una hoja. Tiéndeme el hueco de tus manos.

Li el cojo vertió en las palmas del pobre campesino un líquido verdoso, viscoso y nauseabuno. Wang quedó aún más  sorprendido por cuanto esperaba beber uno e esos legendarios licores divinos. Cuando acercó las manos a los labios, se le  encogió el estómago, y con una mueca de repugnancia dejó que la infame mixtura corriera entre sus dedos y se limpió las manos en el río.

- Miserable - refunfuñó el sabio inválido -, has desperdiciado el preciado Néctar de la Inmortalidad que con tanto esmero y paciencia prepara la Reina Madre de Occidente. ¡Que sacrilegio! Te has quedado en las apariencias. No eres digno de seguirnos.

- ¡Te lo ruego! - suplicó Wang -, dame otra oportunidad!

- Tu otra oportunidad - rió sarcásticamente Li el cojo - está en el hueco de tus manos. ¡Haz buen uso de ella!

Y mientras el inmortal desaparecía en la bruma, dando saltitos sobre la cresta de las olas con su muleta de hierro, Wang se miró la palma de las manos. Brillaba en la noche con un extraño resplandor, como dos lámparas de jade.

El campesino no tardó en descubrir el poder de sus manos. Aliviaba los dolores, curaba las enfermedades. Eran manos de curandero. Hizo buen uso de ellas, se convirtió en médico famoso. Se enriqueció porque sabía hacer que los poderosos le pagaran, pero hacía que los pobres se beneficiaran de ello. Se abstuvo de todo pensamiento egoísta y practicó sin descanso la compasión, condiciones principales para llegar a la otra orilla, la de los Inmortales. Afortunadamente, para él y para sus pacientes, ya que Li el cojo acudió en varias ocasiones, bajo la apariencia del más lamentable de los mendigos, para probar el corazón de nuestro curandero haciendo que le aliviara gratuitamente de sus dolencias. Y si Wang lo hubiese echado, habría perdido de inmediato su poder.

Los méritos de Wang quizá le permitieran más tarde encontrar el camino de la eterna juventud... En todo caso, quedó inmortalizado en la memoria de los chinos con el nombre de Rey de los dedos de Oro, y hay quienes le atribuyen la paternidad de la acupuntura digital, más conocida con su nombre japonés, shiatsu. ¡Una manera muy útil de hacerse inmortal!



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