"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

jueves, 25 de junio de 2020

Los tres cabellos de oro


Una vez, en una profunda y oscura noche, una de esas noches en que la tierra es de color negro y los árboles parecen unas nudosas manos recortándose contra el cielo azul oscuro, en una noche exactamente como ésta un solitario anciano atravesaba el bosque con paso vacilante. A pesar de que las ramas de los árboles le arañaban el rostro y le medio cegaban los ojos, él sostenía en alto una pequeña linterna. Dentro del farolillo la vela encendida se iba agotando poco a poco.
El anciano era todo un espectáculo con su largo cabello amarillento, Sus amarillos dientes medio rotos y sus curvadas uñas de color ámbar. Tenía la espalda tan encorvada como un saco de harina y era tan vicio que la piel le colgaba en volantes de la barbilla, los brazos y las caderas.
El anciano avanzaba a través del bosque, agarrándose a un abeto e impulsando el cuerpo hacia delante para agarrar otro abeto y, con este movimiento de remero y el poco aliento que le quedaba, proseguía su camino.
Todos los huesos del cuerpo le dolían como si estuvieran ardiendo, Las lechuzas de los árboles emitían unos chirridos semejantes a los de sus articulaciones mientras él proyectaba el cuerpo hacia delante en medio de la oscuridad. A lo lejos brillaba una minúscula y trémula luz, una casita, un fuego, un hogar, un lugar de descanso. El anciano avanzó con gran esfuerzo hacia aquella luz. Llegó a la puerta exhausto, la vela de la linterna se apagó y él entró y se desplomó en el suelo.
Dentro había una anciana sentada delante de una espléndida chimenea encendida. La anciana corrió a su lado, lo tomó en brazos y lo llevó a la chimenea. Allí lo sostuvo en sus brazos como una madre sostiene a su hijo y lo acunó en su mecedora. Allí estaban ellos, el pobre y frágil anciano que no era más que un saco de huesos y la vigorosa anciana que lo acunaba hacia delante y hacia atrás diciéndole: "Calma, calma, no pasa nada."
Se pasó toda la noche acunándolo y, cuando ya estaba a punto de rayar el alba, el anciano había rejuvenecido y ahora era un apuesto joven de cabello de oro y largos y fuertes miembros. Pero ella lo seguía acunando: "Calma, calma. No pasa nada."
El amanecer ya estaba muy cerca y el joven se había convertido en un niñito precioso de cabello de oro trenzado como el trigo.
Al rayar el alba, la anciana arrancó rápidamente tres cabellos de la preciosa cabeza del niñito y los arrojó a los azulejos del suelo. Los cabellos hicieron: "¡Tiiiiiiiing!¡Tiiiiiiiing! ¡Tiiiiiiiing!"
Y el niñito que la anciana sostenía en sus brazos bajó a gatas de su regazo y corrió a la puerta. Se volvió un instante para mirar a la anciana, le dirigió una deslumbradora sonrisa y después dio media vuelta y ascendió al cielo para convertirse en el radiante sol matinal (18).

La vendedora de fósforos


Había una niña que no tenía madre ni padre y que vivía en la espesura del bosque. Había una aldea en el lindero del bosque y ella había averiguado que allí podía comprar fósforos a medio penique y después venderlos por la calle a un penique. Si vendía suficientes fósforos, podía comprarse un mendrugo de pan, regresar a su cobertizo del bosque y dormir vestida con toda la ropa que tenía.
Vino el invierno y hacía mucho frío. La niña no tenía zapatos y su abrigo era tan fino que parecía transparente. Sus pies ya habían rebasado el color azul y se habían vuelto de color blanco, lo mismo que los dedos de las manos y la punta de la nariz.
La niña vagaba por las calles y preguntaba a los desconocidos si por favor le querían comprar cerillas. Pero nadie se detenía ni le prestaba la menor atención.
Por consiguiente, una noche se sentó diciendo: "Tengo cerillas, puedo encender fuego y calentarme." Pero no tenía leña. Aun así, decidió encender las cerillas.
Mientras permanecía allí sentada con las piernas estiradas, encendió el primer fósforo. Al hacerlo, tuvo la sensación de que la nieve y el frío desaparecían por completo. En lugar de los remolinos de nieve, la niña vio una preciosa estancia con una gran estufa verde de cerámica y una puerta de hierro adornada. La estufa irradiaba tanto calor que el aire parecía ondularse. La niña se acurrucó )unto a la estufa y se sintió de maravilla.
Pero, de repente, la estufa se apagó y la niña se encontró de nuevo sentada en medio de la nieve. Temblaba tanto que los huesos de la cara le crujían. Entonces encendió la segunda cerilla y la luz se derramó sobre el muro del edificio junto al cual estaba sentada, y ella lo pudo atravesar con la mirada. En la habitación del otro lado de la pared había una mesa cubierta con un mantel más blanco que la nieve y sobre la mesa había platos de porcelana de purísimo color blanco y en una fuente había un pato recién guisado, pero justo cuando ella estaba alargando la mano hacia aquellos manjares, la visión se esfumó.
La niña se encontró de nuevo en la nieve. Pero ahora las rodillas y los labios ya no le dolían. Ahora el frío le escocía y se estaba abriendo camino por sus brazos y su tronco, por lo que ella decidió encender la tercera cerilla.
A la luz de la tercera cerilla vio un precioso árbol de Navidad, bellamente adornado con velas blancas, cintas de encaje y hermosos objetos de cristal y miles y miles de puntitos de luz que ella no podía distinguir con claridad.
Y entonces contempló el tronco de aquel gigantesco árbol que subía cada vez más alto y se extendía hacia el techo hasta que se convirtió en las estrellas del firmamento sobre su cabeza y, de pronto, una fulgurante estrella cruzó el cielo y ella recordó que su madre le había dicho que, cuando moría un alma, caía una estrella.
Como llovida del cielo se le apareció su amable y cariñosa abuela y ella se llenó de alegría al verla. La abuela tomó su delantal y la rodeó con él, la estrechó con fuerza contra sí y ella se puso muy contenta.
Pero poco después la abuela empezó a esfumarse. Y la niña fue encendiendo un fósforo tras otro para conservar a su abuela a su lado, un fósforo y otro y otro para no perder a su abuela hasta que, al final, la niña y su abuela ascendieron juntas al cielo, donde no hacía frío y no se pasaba hambre ni se sufría dolor. Y, a la mañana siguiente, encontraron a la niña muerta, inmóvil entre las casas.

La Llorona


La Llorona Painting by Catherine Meyers


Un rico hidalgo corteja a una pobre pero hermosa mujer y se gana su afecto. Ella le da dos hijos, pero él no se digna casarse con ella. Un día él le anuncia que regresa a España para contraer matrimonio con una acaudalada dama elegida por su familia, y que se llevará a sus hijos.
La joven enloquece de dolor y actúa con los gritos y aspavientos propios de las locas. Le araña el rostro, se araña el suyo, le rasga la ropa y se rasga la suya. Toma a sus hijitos, corre con ellos al río y los arroja al agua. Los niños se ahogan, La Llorona cae desesperada de rodillas en la orilla del río y se muere de pena.
El hidalgo regresa a España y se casa con la rica. El alma de La Llorona asciende al cielo. Allí el guardián de la entrada le dice que puede ir al cielo, pues ha sufrido mucho, pero no podrá entrar hasta que recupere las almas de sus hijos en el río.
Y por esta razón hoy se dice que La Llorona recorre la orilla del río con su largo cabello volando al viento e introduce los largos dedos en el agua para buscar en el fondo a sus hijos. Y por eso también los niños no deben acercarse al río cuando se hace de noche, pues La Llorona los podría confundir con sus hijos y llevárselos consigo para siempre (3).

jueves, 18 de junio de 2020

El sastre y el lisiado

Un hombre fue a casa del sastre Szabó y se probó un traje. Mientras permanecía de pie delante del espejo se dio cuenta de que la parte inferior del chaleco era un poco desigual.
– Bueno, no se preocupe por eso –le dijo el sastre. Sujete el extremo más corto con la mano izquierda y nadie se dará cuenta.
Mientras así lo hacía, el cliente se dio cuenta de que la solapa de la chaqueta se curvaba en lugar de estar plana.
– Ah, ¿eso? –dijo el sastre. Eso no es nada. Doble un poco la cabeza y alísela con la barbilla.
El cliente así lo hizo, y entonces vio que la costura interior de los pantalones era un poco corta y notó que la entrepierna le apretaba demasiado.
– Ah, no se preocupe por eso –dijo el sastre. Tire de la costura hacia abajo con la mano derecha y todo le caerá perfecto.
El cliente accedió a hacerlo y se compró el traje.
Al día siguiente se puso el nuevo traje, “modificándolo” con la ayuda de la mano y la barbilla. Mientras cruzaba el parque aplanándose la solapa con la barbilla, tirando con una mano del chaleco y sujetándose la entrepierna con la otra, dos ancianos que estaban jugando a las damas interrumpieron la partida al verle pasar renqueando por delante de ellos:
– ¡Oh, Dios mío! –exclamó el primer hombre. ¡Fíjate en este pobre tullido!
El segundo hombre reflexionó un instante y después dijo en un susurro:
– Sí, lástima que esté tan lisiado, pero lo que yo quisiera saber es… ¿de dónde habrá sacado un traje tan bonito?

Piel de foca, piel del alma

Comenzamos! | Farmacèutica de l'ànima

En una época pasada que ahora ya desapareció para siempre y que muy pronto regresará, día tras día se suceden el blanco cielo, la blanca nieve, y todas las minúsculas manchas que se ven en la distancia son personas, perros u osos.

Aquí nada prospera gratis. Los vientos soplan con tal fuerza que ahora la gente se pone deliberadamente del revés las parkas y las mamleks, las botas. Aquí las palabras se congelan en el aire y las frases se tienen que romper en los labios del que habla y fundir a la vera del fuego para que la gente pueda comprender lo que ha dicho. Aquí la gente vive en el blanco y espeso cabello de la anciana Annuluk, la vieja abuela, la vieja bruja que es la mismísima Tierra. Y fue precisamente en esta tierra donde una vez vivió un hombre, un hombre tan solitario que, con el paso de los años, las lágrimas habían labrado unos profundos surcos en sus mejillas.

Un día estuvo cazando hasta después de anochecido pero no encontró nada. Cuando la luna apareció en el cielo y los témpanos de hielo brillaron, llegó a una gran roca moteada que sobresalía en el mar y su aguda mirada creyó ver en la parte superior de aquella roca un movimiento extremadamente delicado. Se acercó remando muy despacio a ella y observó que en lo alto de la impresionante roca danzaban unas mujeres tan desnudas como sus madres las trajeron al mundo. Pues bien, puesto que era un hombre solitario y no tenía amigos humanos más que en su recuerdo, se quedó a mirar. Las mujeres parecían seres hechos de leche de luna, en su piel brillaban unos puntitos plateados como los que tiene el salmón en primavera y sus manos y pies eran alargados y hermosos.

Eran tan bellas que el hombre permaneció embobado en su embarcación acariciada por el agua que lo iba acercando cada vez más a la roca, Oía las risas de las soberbias mujeres, o eso le parecía; ¿o acaso era el agua la que se reía alrededor de la roca? El hombre estaba confuso y aturdido, pero, aun así, la soledad que pesaba sobre su pecho como un pellejo mojado se disipó y, casi sin pensar, como si eso fuera lo que tuviera que hacer, el hombre saltó a la roca y robó una de las pieles de foca que allí había. Se ocultó detrás de una formación rocosa y escondió la piel de foca en suqutnguq, su parka.

Muy pronto una de las mujeres llamó con una voz que era casi lo más bello que el hombre jamás en su vida hubiera escuchado, como los gritos de las ballenas al amanecer, no, quizá como los lobeznos recién nacidos que bajaban rodando por la pendiente en primavera o, pero no, era algo mucho mejor que todo eso, aunque, en realidad, daba igual porque, ¿qué estaban haciendo ahora las mujeres?

Pues ni más ni menos que cubrirse con sus pieles de foca y deslizarse una a una hacia el mar entre alegres gritos de felicidad.

Todas menos una. La más alta de ellas buscaba por todas partes su piel de foca, pero no había manera de encontrarla. El hombre se armó de valor sin saber por qué. Salió de detrás de la roca y llamó a la mujer.

—Mujer.. sé… mi… esposa. Soy.. un hombre… solitario.

—No puedo ser tu mujer —le contestó ella—, yo soy de las otras, de las que viven temeqvanek, debajo.

—Sé… mi… esposa —insistió el hombre—. Dentro de siete veranos te devolveré tu piel de foca y podrás irte o quedarte, como tú prefieras.

La joven foca le miró largo rato a la cara con unos ojos que, de no haber sido por sus verdaderos orígenes, hubieran podido parecer humanos, y le dijo a regañadientes:

—Iré contigo. Pasados los siete veranos, tomaré una decisión.

Así pues, a su debido tiempo tuvieron un hijo al que llamaron Ooruk. El niño era ágil y gordo. En invierno su madre le contaba a Ooruk cuentos acerca de las criaturas que vivían bajo el mar mientras su padre cortaba en pedazos un oso o un lobo con su largo cuchillo. Cuando la madre llevaba al niño Ooruk a la cama le mostraba las nubes del cielo y todas sus formas a través de la abertura para la salida del humo. Sólo que, en lugar de hablarle de las formas del cuervo, el oso y el lobo, le contaba historias de la morsa, la ballena, la foca y el salmón… pues ésas eran las criaturas que ella conocía.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, la carne de la madre empezó a secarse. Primero se le formaron escamas y después grietas. La piel de los párpados empezó a desprenderse. Los cabellos de la cabeza se le empezaron a caer al suelo. Se volvió naluaq, de un blanco palidísimo. Su gordura empezó a marchitarse. Trató de disimular su cojera. Cada día, y sin que ella lo quisiera, sus ojos se iban apagando. Empezó a extender la mano para buscar a tientas el camino, pues se le estaba nublando la vista.

Y llegó una noche en que unos gritos despertaron al niño Ooruk y éste se incorporó en la cama, envuelto en sus pieles de dormir. Oyó un rugido como el de un oso, pero era su padre regañando a su madre. oyó un llanto como de plata restregada contra la piedra, pero era su madre.

—Me escondiste la piel de foca hace siete largos años y ahora se acerca el octavo invierno. Quiero que me devuelvas aquello de lo que estoy hecha —gritó la mujer foca.

—Pero tú me abandonarías si te la diera, mujer —tronó el marido.

—No sé lo que haría. Sólo sé que necesito lo que me corresponde.

—Me dejarías sin esposa y dejarías huérfano de madre al niño. Eres mala.

Dicho lo cual, el marido apartó a un lado el faldón de cuero de la entrada y se perdió en la noche.

El niño quería mucho a su madre. Temía perderla y se durmió llorando… hasta que el viento lo despertó. Era un viento muy raro… y parecía llamarlo, “Oooruk, Oooruuuuk”.

Saltó de la cama tan precipitadamente que se puso la parka al revés y se subió las botas de piel de foca sólo hasta media pierna. Al oír su nombre una y otra vez, salió a toda prisa a la noche estrellada.

—Oooooooruuuuk.

El niño se dirigió corriendo al acantilado que miraba al agua y allí, en medio del mar agitado por el viento, vio una enorme y peluda foca plateada… la cabeza era muy grande, los bigotes le caían hasta el pecho y los ojos eran de un intenso color amarillo.

—Oooooooruuuuk.

El niño bajó del acantilado y, al llegar abajo, tropezó con una piedra —mejor dicho, un bulto— que había caído rodando desde una hendidura de la roca. Los cabellos de su cabeza le azotaban el rostro cual si fueran mil riendas de hielo.

—Oooooooruuuuk.

El niño rascó el bulto para abrirlo y lo sacudió… era la piel de foca de su madre. Percibió el olor de su madre. Mientras se acercaba la piel de foca al rostro y aspiraba el perfume, el alma de su madre lo azotó cual si fuera un repentino viento estival.

—Oooh —exclamó con una mezcla de pena y alegría, acercando de nuevo la piel a su rostro. Una vez más el alma de su madre la traspasó.

—Oooh —volvió a exclamar, rebosante de infinito amor por su madre.

Y, a lo lejos, la vieja foca plateada… se hundió lentamente bajo el agua.

El niño saltó de la roca y regresó a toda prisa a casa con la piel de foca volando a su espalda y cayó al suelo al entrar. Su madre lo levantó junto con la piel de foca y cerró los ojos agradecida por haberlos recuperado a los dos sanos y salvos. Después se puso la piel de foca.

—¡Oh, madre, no lo hagas! —le suplicó el niño.

Ella lo levantó del suelo, se lo colocó bajo el brazo y se fue medio corriendo y medio tropezando hacia el rugiente mar.

—¡Oh, madre! ¡No! ¡No me dejes! —gritó Ooruk.

Y, de repente, pareció que la madre quería quedarse junto a su hijo, pero algo la llamaba, algo más viejo que ella, más viejo que él, más viejo que el tiempo.

—Oh, madre, no, no, no —gritó el niño.

Ella se volvió a mirarle con unos ojos rebosantes de inmenso amor. Tomó el rostro del niño entre sus manos e infundió su dulce aliento en sus pulmones una, dos, tres veces. Después, llevándolo bajo el brazo como si fuera un valioso fardo, se zambulló en el mar y se hundió cada vez más en él. La mujer foca y su hijo respiraban sin ninguna dificultad bajo el agua.

Ambos siguieron nadando cada vez más hondo hasta entrar en la ensenada submarina de las focas, en la que toda suerte de criaturas comían, cantaban, bailaban y hablaban. La gran foca macho plateada que había llamado a Ooruk desde el mar nocturno lo abrazó y lo llamó “nieto”.

—¿Cómo te fue allí arriba, hija mía? —preguntó la gran foca plateada.

La mujer foca apartó la mirada y contestó:

—Hice daño a un ser humano, a un hombre que lo dio todo para tenerme. Pero no puedo regresar junto a él, pues me convertiría en prisionera si lo hiciera.

—¿Y el niño? —preguntó la vieja foca—. ¿Y mi nieto? —continuó la vieja foca macho.

Lo dijo con tanto orgullo que hasta le tembló la voz.

—Tiene que regresar, padre. No puede quedarse aquí. Aún no ha llegado el momento de que esté aquí con nosotros.

Y se echó a llorar. Y juntos lloraron los dos.

Transcurrieron unos cuantos días y noches, siete para ser más exactos, durante los cuales el cabello y los ojos de la mujer foca recuperaron el brillo. Adquirió un precioso color oscuro, recobró la vista y las redondeces del cuerpo y pudo nadar sin ninguna dificultad. Pero llegó el día del regreso del niño a la tierra. Aquella noche el viejo abuelo foca y la hermosa madre del niño, nadaron flanqueando al niño. Regresaron subiendo cada vez más alto hasta llegar al mundo de arriba. Allí depositaron suavemente a Ooruk en la pedregosa orilla bajo la luz de la luna.

Su madre le aseguró:

—Yo estoy siempre contigo. Te bastará con tocar lo que yo haya tocado, mis palillos de encender el fuego, mi ulu, cuchillo, mis nutrias y mis focas labradas en piedra para que yo infunda en tus pulmones un aliento que te permita cantar tus canciones.

La vieja foca macho y su hija besaron varias veces al niño. Al final, se apartaron de él y se adentraron nadando en el mar. Tras mirar por última vez al niño, desaparecieron bajo las aguas. Y Ooruk se quedó porque todavía no había llegado su hora.

Con el paso del tiempo el niño se convirtió en un gran cantor e inventor de cuentos que, además, tocaba muy bien el tambor y decía la gente que todo se debía a que de pequeño había sobrevivido a la experiencia de ser transportado al mar por los grandes espíritus de las focas. Ahora, en medio de las grises brumas matinales, se le puede ver algunas veces con su kayak amarrado, arrodillado en cierta roca del mar, hablando al parecer con cierta foca que a menudo se acerca a la orilla. Aunque muchos han intentado cazarla, han fracasado una y otra vez. La llaman Tanqigcaq, la resplandeciente, la sagrada, y dicen que, a pesar de ser una foca, sus ojos son capaces de reproducir las miradas humanas, aquellas sabias, salvajes y amorosas miradas.

miércoles, 10 de junio de 2020

Las zapatillas rojas



Había una vez una pobre huerfanita que no tenía zapatos. Pero siempre, recogía los trapos vicios que encontraba y, con el tiempo, se cosió un par de zapatillas rojas. Aunque eran muy toscas, a ella le gustaban. La hacían sentir rica a pesar de que se pasaba los días recogiendo algo que comer en los bosques llenos de espinos hasta bien entrado el anochecer.
Pero un día, mientras bajaba por el camino con sus andrajos y sus zapatillas rojas, un carruaje dorado se detuvo a su lado. La anciana que viajaba en su interior le dijo que se la iba a llevar a su casa y la trataría como si fuera su hijita. Así pues, la niña se fue a la casa de la acaudalada anciana y allí le lavaron y peinaron el cabello. Le proporcionaron una ropa interior de purísimo color blanco, un precioso vestido de lana, unas medias blancas y unos relucientes zapatos negros. Cuando la niña preguntó por su ropa y, sobre todo, por sus zapatillas rojas, la anciana le contestó que la ropa estaba tan sucia y las zapatillas eran tan ridículas que las había arrojado al fuego donde habían ardido hasta convertirse en ceniza.
La niña se puso muy triste, pues, a pesar de la inmensa riqueza que la rodeaba, las humildes zapatillas rojas cosidas con sus propias manos le habían hecho experimentar su mayor felicidad. Ahora se veía obligada a permanecer sentada todo el rato, a caminar sin patinar y a no hablar a menos que le dirigieran la palabra, pero un secreto fuego ardía en su corazón y ella seguía echando de menos sus viejas zapatillas rojas por encima de cualquier otra cosa.
Cuando la niña alcanzó la edad suficiente como para recibir la confirmación el día de los Santos Inocentes, la anciana la llevó a un viejo zapatero cojo para que le hiciera unos zapatos especiales para la ocasión. En el escaparate del zapatero había unos zapatos rojos hechos con cuero del mejor; eran tan bonitos que casi resplandecían. Así pues, aunque los zapatos no fueran apropiados para ir a la iglesia, la niña sólo elegía siguiendo los deseos de su hambriento corazón, escogió los zapatos rojos. La anciana tenía tan mala vista que no vio de qué color eran los zapatos y, por consiguiente, pagó el precio. El vicio zapatero le guiñó el ojo a la niña y envolvió los zapatos.
Al día siguiente, los feligreses de la iglesia se quedaron asombrados al ver los pies de la niña. Los zapatos rojos brillaban como manzanas pulidas, como corazones, como ciruelas rojas. Todo el mundo los miraba; hasta los ¡conos de la pared, hasta las imágenes contemplaban los zapatos con expresión de reproche. Pero, cuanto más los miraba la gente, tanto más le gustaban a la niña. Por consiguiente, cuando el sacerdote entonó los cánticos y cuando el coro lo acompañó y el órgano empezó a sonar, la niña pensó que no había nada más bonito que sus zapatos rojos.
Para cuando terminó aquel día, alguien había informado a la anciana acerca de los zapatos rojos de su protegida.
-Jamás de los jamases vuelvas a ponerte esos zapatos rojos! -le dijo la anciana en tono amenazador.
Pero al domingo siguiente la niña no pudo resistir la tentación de ponerse los zapatos rojos en lugar de los negros y se fue a la iglesia con la anciana como de costumbre.
A la entrada de la iglesia había un viejo soldado con el brazo en cabestrillo. Llevaba una chaquetilla y tenía la barba pelirroja. Hizo una reverencia y pidió permiso para quitar el polvo de los zapatos de la niña. La niña alargó el pie y el soldado dio unos golpecitos a las suelas de sus zapatos mientras entonaba una alegre cancioncilla que le hizo cosquillas en las plantas de los pies.
-No olvides quedarte para el baile -le dijo el soldado, guiñándole el ojo con una sonrisa.
Todo el mundo volvió a mirar de soslayo los zapatos rojos de la niña. Pero a ella le gustaban tanto aquellos zapatos tan brillantes como el carmesí, tan brillantes como las frambuesas y las granadas, que apenas podía pensar en otra cosa y casi no prestó atención a la ceremonia religiosa. Tan ocupada estaba moviendo los pies hacia aquí Y hacia allá y admirando sus zapatos rojos que se olvidó de cantar.
Cuando abandonó la iglesia en compañía de la anciana, el soldado herido le gritó:
"¡Qué bonitos zapatos de baile!"
Sus palabras hicieron que la niña empezara inmediatamente a dar vueltas. En cuanto sus pies empezaron a moverse ya no pudieron detenerse y la niña bailó entre los arriates de flores y dobló la esquina de la iglesia como si hubiera perdido por completo el control de sí misma. Danzó una gavota y después una czarda y, finalmente, se alejó bailando un vals a través de los campos del otro lado. El cochero de la anciana saltó del carruaje y echó a correr tras ella, le dio alcance Y llevó de nuevo al coche, pero los pies de la niña calzados con los zapatos rojos seguían bailando en el aire como si estuvieran todavía en el suelo. La anciana y el cochero tiraron y forcejearon, tratando de quitarle los zapatos rojos a la niña. Menudo espectáculo, ellos con los sombreros torcidos y la niña agitando las piernas, pero, al final, los pies de la niña se calmaron.
De regreso a casa, la anciana dejó los zapatos rojos en un estante muy alto y le ordenó a la niña no tocarlos nunca más. Pero la niña no podía evitar contemplarlos con anhelo. Para ella seguían siendo lo más bonito de la tierra.
Poco después quiso el destino que la anciana tuviera que guardar cama y, en cuanto los médicos se fueron, la niña entró sigilosamente en la habitación donde se guardaban los zapatos rojos. Los contempló allá arriba en lo alto del estante. Su mirada se hizo penetrante y se convirtió en un ardiente deseo que la indujo a tomar los zapatos del estante y a ponérselos, pensando que no había nada malo en ello. Sin embargo, en cuanto los zapatos tocaron sus talones y los dedos de sus pies, la niña se sintió invadida por el impulso de bailar.
Cruzó la puerta bailando y bajó los peldaños, bailando primero una gavota, después una czarda y, finalmente, un vals de atrevidas vueltas en rápida sucesión. La niña estaba en la gloria y no comprendió en qué apurada situación se encontraba hasta que quiso bailar hacia la izquierda y los zapatos insistieron en bailar hacia la derecha. Cuando quería dar vueltas, los zapatos se empeñaban en bailar directamente hacia delante. Y, mientras los zapatos bailaban con la niña, en lugar de ser la niña quien bailara con los zapatos, los zapatos la llevaron calle abajo, cruzando los campos llenos de barro hasta llegar al bosque oscuro y sombrío.
Allí, apoyado contra un árbol, se encontraba el viejo soldado de la barba pelirroja con su chaquetilla y su brazo en cabestrillo.
-Vaya, qué bonitos zapatos de baile -exclamó.
Asustada, la niña intentó quitarse los zapatos, pero el pie que mantenía apoyado en el suelo seguía bailando con entusiasmo y el que ella sostenía en la mano también tomaba parte en el baile.
Así pues, la niña bailó y bailó sin cesar. Danzando subió las colinas más altas, cruzó los valles bajo la lluvia, la nieve y el sol. Bailó en la noche oscura y al amanecer y aún seguía bailando cuando anocheció. Pero no era un baile bonito. Era un baile terrible, pues no había descanso para ella.
Llegó bailando a un cementerio y allí un espantoso espíritu no le Permitió entrar. El espíritu pronunció las siguientes palabras:
-Bailarás con tus zapatos rojos hasta que te conviertas en una aparición, en un fantasma, hasta que la piel te cuelgue de los huesos y hasta que no quede nada de ti más que unas entrañas que bailan. Bailarás de puerta en puerta por las aldeas y golpearás cada puerta tres veces y, cuando la gente mire, te verá y temerá sufrir tu mismo destino. Bailad, zapatos rojos, seguid bailando.
La niña pidió compasión, pero, antes de que pudiera seguir implorando piedad, los zapatos rojos se la llevaron. Bailó sobre los brezales y los ríos, siguió bailando sobre los setos vivos y siguió bailando y bailando hasta llegar a su hogar y allí vio que había gente llorando. La anciana que la había acogido en su casa había muerto. Pero ella siguió bailando porque no tenía más remedio que hacerlo. Profundamente agotada y horrorizada, llegó bailando a un bosque en el que vivía el verdugo de la ciudad. El hacha que había en la pared empezó a estremecerse en cuanto percibió la cercanía de la niña.
-¡Por favor! -le suplicó la niña al verdugo al pasar bailando por delante de su puerta-. Por favor, córteme los zapatos para librarme de este horrible destino.
El verdugo cortó las correas de los zapatos rojos con el hacha. Pero los zapatos seguían en los pies. Entonces la niña le dijo al verdugo que su vida no valía nada y que, por favor, le cortara los pies. Y el verdugo le cortó los pies. Y los zapatos rojos con los pies dentro siguieron bailando a través del bosque, subieron a la colina y se perdieron de vista. Y la niña, convertida en una pobre tullida, tuvo que ganarse la vida en el mundo como criada de otras personas y jamás en su vida volvió a desear unos zapatos rojos.

viernes, 5 de junio de 2020

La Mariposa

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Para hablar del poder del cuerpo de otra manera, tengo que contar un cuento auténtico y bastante largo, por cierto.
Durante muchos años los turistas han cruzado en tropel el gran desierto americano, recorriendo a toda prisa el llamado “circuito espiritual”: el Monument Valley, el Cañón de Chaco, la Mesa Verde, Kayenta, el Cañón de Keams, el Painted Desert y el Cañón de Chelly. Echan un apresurado vistazo a la pelvis del Gran Cañón Madre, sacuden la cabeza, se encogen de hombros y regresan corriendo a casa para, al verano siguiente, volver a cruzar en tromba el desierto, mirar, mirar y observar un poco más.
Bajo este comportamiento subyace la misma hambre de experiencia numinosa que los seres humanos han experimentado desde tiempos inmemoriales. Pero a veces esta hambre se exacerba, pues muchas personas han perdido a sus antepasados (14). A menudo sólo conocen los nombres de sus abuelos. Han perdido en particular los relatos de la familia. Desde un punto de vista espiritual, esta situación produce tristeza y hambre. Muchos intentan recrear algo importante por el bien de su alma.
Durante años los turistas han acudido también a Puyé, una enorme y Polvorienta mesa que se encuentra en el centro de una extensión despoblada de Nuevo México. Allí los Anasazi, los antiguos, se llamaban antaño unos a otros a través de las mesas. Dicen que un mar prehistórico labró miles de sonrientes, lascivos y quejumbrosos ojos y bocas en las paredes rocosas de aquel lugar.
Los diné (navajos), los apaches Jicarilla, los utes del sur, los hopis, los zunis, los Santa Clara, los Santo Domingo, los laguna, los picuris y los tesuque, todas estas tribus del desierto se reúnen en aquel lugar. Y bailan para recobrar el pasado y convertirse de nuevo en los pinos que se utilizan para construir las estacas de las cabañas, en los venados, en las águilas y Katsinas, en todos los poderosos espíritus.
Y allí acuden los visitantes, muchos de ellos hambrientos de sus geno—mitos y separados de su placenta espiritual. Han olvidado también a sus antiguos dioses. Vienen a contemplar a los que no los han olvidado.
El camino que sube a Puyé fue construido para cascos de caballos y mocasines. Pero con el paso del tiempo los automóviles adquirieron más fuerza y ahora los habitantes de la zona y los visitantes acuden en toda suerte de coches, furgonetas, descapotables y camionetas. Los vehículos gimen y echan humo por la cuesta en un lento y polvoriento desfile.
Todos aparcan a troche y moche, a la buena de Dios, en los pedregosos collados. Al mediodía, en el borde de la mesa parece que haya habido un choque en cadena de miles de automóviles. Algunos aparcan junto a malvarrosas de metro ochenta de altura, pensando que, para bajar de sus vehículos, bastará con empujar las plantas. Pero las malvarrosas de cien años de antigüedad son como ancianas de hierro. Los que aparcan junto a ellas se quedan atrapados en el interior de sus automóviles.
Al mediodía el sol convierte el lugar en un horno sofocante. Todos caminan con el calzado recalentado, cargados con paraguas por si llueve (lloverá), sillas plegables de aluminio por si se cansan (se cansarán) y, si son visitantes, quizá con una cámara (si les permiten usarla) y unas sartas de carretes de película colgadas alrededor del cuello como ristras de ajos.
Los visitantes acuden allí esperando mil cosas distintas, desde 10 sagrado a lo profano. Acuden a ver algo que no todo el mundo podrá ver, una de las cosas más salva) es que existen, un numen viviente, la Mariposa:
El último acontecimiento del día es la Danza de la Mariposa. Todo el mundo espera con deleite esta danza de una sola persona. La interpreta una mujer, pero qué mujer. Cuando el sol se empieza a poner aparece un viejo resplandeciente con un traje turquesa de ceremonia de veinte kilos de peso. Con los altavoces chirriando como gallinas asustadas por la presencia de un halcón, susurra contra el micrófono cromado de los años treinta: “Y nuestra próxima danza será la Danza de la Mariposa.” Después se aleja renqueando y pisándose el dobladillo de sus pantalones vaqueros.
A diferencia de un espectáculo de ballet en el que en cuanto se anuncia la pieza se levanta el telón y los bailarines salen al escenario, allí en Puyé, como en otras danzas tribales, después del anuncio de la danza el intérprete puede tardar en aparecer desde veinte minutos hasta una eternidad. ¿Dónde están los artistas? Arreglando su caravana quizá. Las temperaturas de más de cuarenta grados son habituales y, por consiguiente, tienen que hacerse retoques de última hora en la pintura corporal cubierta de sudor. Si un cinturón de danza que hubiera pertenecido al abuelo del bailarín se rompiera camino del escenario, el bailarín no se presentaría, pues el espíritu del cinturón tendría que descansar. Los intérpretes tal vez se retrasan porque la radio Taos, KKIT (por Kit Carson) está transmitiendo una buena canción en “La hora india de Tony Lujan”.
A veces un bailarín no oye el altavoz y tiene que ser avisado Por un mensajero a pie. Y además el bailarín siempre tiene que hablar con sus parientes mientras se dirige al lugar donde actúa y detenerse sin falta para que sus sobrinos y sobrinas le puedan echar un buen vistazo. Qué impresionados se quedan los chiquillos al ver a un gigantesco espíritu Katsina que se parece sospechosamente, un poquito por lo menos, a tío Tomás, o a una bailarina del maíz que se parece mucho a tía Yazie. Finalmente, cabe la posibilidad de que el bailarín aún se encuentre en la autopista de Tesuque, con las piernas colgando por encima de la cal .1 de una furgoneta de reparto cuyo silenciador tizna de negro el aire a lo largo de dos kilómetros mientras el viento sopla de cara.
Durante la emocionada espera de la Danza de la Mariposa todo el mundo habla de las doncellas mariposa y de la belleza de las muchachas zuni que danzaban ataviadas con un antiguo atuendo negro y rojo que dejaba un hombro al aire y se pintaban unos círculos de color rosa intenso en las mejillas. También se alaba a los jóvenes bailarines venado que bailaban con ramas de pino atados a los brazos y las piernas.
Pasa el tiempo.
Pasa.
Y pasa.
La gente hace tintinear las monedas en los bolsillos. Emite un siseo al aspirar aire a través de los dientes. Los visitantes están impacientes por ver a la maravillosa bailarina mariposa.
inesperadamente, cuando todo el mundo frunce el ceño en señal de aburrimiento, los tamborileros levantan los brazos y empiezan a tocar el ritmo de la mariposa sagrada y los cantores empiezan a llamar a gritos a los dioses para que intervengan.
Los visitantes que sueñan con la frágil belleza de una delicada mariposa experimentan un inevitable sobresalto cuando ven saltar a María Luján (15). Es gorda, decididamente gorda, como la Venus de Willendorf, como la Madre de los Días, como la mujer de proporciones heroicas que pintó Diego Rivera, la que construyó la Ciudad de México con un solo quiebro de la muñeca.
Y, además, María Luján es vieja, muy, muy vieja, como si hubiera regresado del polvo, tan vieja como el viejo río y como los viejos pinos que crecen en el lindero del bosque. Lleva un hombro al aire. Su manta negra y roja salta arriba y abajo con ella dentro. Su pesado cuerpo y sus huesudas piernas le confieren el aspecto de una araña que brinca, envuelta en un tamal.
Salta sobre un pie y después sobre el otro. Agita su abanico de Plumas hacia delante y hacia atrás. Es la Mariposa que llega para fortalecer a los débiles. Es alguien a quien casi todo el mundo consideraría débil: por la edad, por el hecho de representar a una mariposa, por ser mujer.
El cabello de la Doncella Mariposa llega hasta el suelo. Es de color gris piedra y tan abundante como diez gavillas de maíz. Y luce unas alas de mariposa como las que llevan los niños en las representaciones teatrales escolares. Sus caderas son como dos trémulos cestos de treinta kilos de capacidad y el carnoso repliegue de la parte superior de sus nalgas es lo bastante ancho como para que en ella se sienten dos niños.
Salta, salta y salta, pero no como un conejo sino con unas pisadas que dejan ecos.
“Estoy aquí, aquí, aquí…
“Estoy aquí, aquí, aquí…
“¡ Despertad todos, todos, todos!”
Agita su abanico de plumas arriba y abajo, derramando sobre la tierra y sobre el pueblo de la tierra el espíritu polinizador de la mariposa. Sus pulseras de caparazones de molusco suenan como los cascabeles de una serpiente y sus ligas adornadas con cascabeles tintinean como la lluvia. La sombra de su voluminoso vientre y de sus delgadas piernas baila de uno a otro lado del círculo. Sus pies levantan a su espalda unas pequeñas polvaredas.
Las tribus participan con actitud reverente. Pero algunos visitantes se miran unos a otros y murmuran: “¿Es eso? ¿Ésa es la Doncella Mariposa?” Están desconcertados y algunos incluso decepcionados. Parece que ya no recuerdan que el mundo espiritual es un lugar donde las lobas son mujeres, los osos son maridos y las viejas de considerables dimensiones son mariposas.
Sí, es bueno que la Mujer Salvaje/Mariposa sea vieja y gorda, pues lleva el mundo de las tormentas en un pecho y el mundo subterráneo en el otro. Su espalda es la curva del planeta Tierra con todas sus cosechas, sus alimentos y sus animales. Su nuca sostiene el amanecer y el ocaso. Su muslo izquierdo contiene todas las estacas de las cabañas indias, su muslo derecho contiene todas las lobas del mundo. Su vientre contiene todos los niños que nacerán en el mundo.
La Doncella Mariposa es la fuerza fertilizadora femenina. Transportando el polen de un lugar a otro, fecunda con fertilización cruzada tal como el alma fertiliza la mente con los sueños nocturnos y tal como los arquetipos fertilizan el mundo material. Ella es el centro. Une los contrarios, tomando un poco de aquí y poniéndolo allí. La transformación es así de sencilla. Eso es lo que ella enseña. Eso es lo que hace la mariposa. Eso es lo que hace el alma.
La Mariposa rectifica la errónea idea según la cual la transformación sólo está destinada a los atormentados, los santos o los extremadamente fuertes. El Yo no necesita transportar montañas para transformarse. Un poco es suficiente. Un poco da para mucho. La fuerza polinizadora sustituye el traslado de las montañas.
La Doncella Mariposa poliniza las almas de la tierra. Es más fácil de lo que tú piensas, dice. Agita su abanico de plumas y salta, pues el! derramando el polen espiritual sobre todos los presentes, los americanos nativos, los niños pequeños, los visitantes, todo el mundo. Utiliza todo su cuerpo como bendición, su viejo, frágil, voluminoso, paticorto, cuellicorto y manchado cuerpo. Ésta es la mujer unida a su naturaleza salvaje, la traductora de lo instintivo, la fuerza fertilizadora, la reparadora, la recordadora de las antiguas ideas. Es La voz mitológica. Es la personificación de la Mujer Salvaje.
La bailarina mariposa tiene que ser vieja porque representa el alma, que es vieja. Es ancha de muslos y ancha de trasero porque acarrea muchas cosas. Su cabello gris atestigua que ya no necesita respetar los tabús que impiden tocar a la gente. Está autorizada a tocar a todo el mundo: a los chicos, a los niños, a las mujeres, a las niñas, a los viejos, a los enfermos, a los muertos. La Mujer Mariposa puede tocar a todo el inundo. Tiene el privilegio de poder tocar finalmente a todo el mundo. Éste es su poder. Su cuerpo es el de la Mariposa.