"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

lunes, 26 de abril de 2021

la llamada - Príncipe Gautama Sãkyamũni

 




El joven príncipe Gautama Sãkyamũni, el Futuro Buddha, había sido protegido por su padre de todo conocimien­to de la vejez, de la enfermedad, de la muerte y del mo­nacato, porque temía despertar en él pensamientos de renunciación a la vida, pues había sido profetizado a su na­cimiento que sería el emperador del mundo o un Buddha. El rey, prejuiciado en favor de la vocación real, dio a su hijo tres palacios y cuarenta mil bailarinas para conservar su mente apegada al mundo. Pero esto sólo sirvió para adelantar lo inevitable, porque cuando era relativamente joven, su juventud consumió todos los campos de los goces carnales y maduró para la otra experiencia. Cuando el príncipe estuvo preparado, los heraldos aparecieron auto­máticamente:

“Cierto día el Futuro Buddha deseó ir al parque y le dijo a su cochero que alistara la carroza. El hombre trajo una carroza elegante y suntuosa y después de adornarla rica­mente, colocó en los arneses cuatro hermosos caballos de la sangre de Sindhava, tan blancos como los pétalos de los lotos blancos, y anunció al Futuro Buddha que todo estaba preparado. El Futuro Buddha subió a la carroza que era como un palacio para los dioses y se dirigió al parque.

‘El momento de la iluminación del príncipe Siddhartha se acerca —pensaron los dioses— debemos hacerle una se­ñal’, y convirtieron a uno de ellos en un anciano decrépito, con los dientes rotos, el cabello gris, el cuerpo torcido e in­clinado, que se apoyaba en un bastón y temblaba, y se lo mostraron al Futuro Buddha, pero en forma que sólo él y el cochero pudieran verlo.

Entonces el Futuro Buddha dijo a su cochero: ‘Amigo, dime quién es este hombre. Ni siquiera su pelo es como el de los otros hombres.’ Y cuando oyó la respuesta, dijo: ‘Vergüenza de nacer, si todo aquel que ha nacido ha de hacerse viejo.’ Y con el corazón agitado regresó y ascendió a su palacio.

‘¿Por qué ha regresado mi hijo tan pronto?’, preguntó el rey.

Señor, ha visto a un viejo —fue la respuesta—, y porque lo ha visto quiere retirarse del mundo.’

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‘¿Quieres matarme, que dices esas cosas? Que prepa­ren inmediatamente unas representaciones para que las vea mi hijo. Si podemos lograr que disfrute del placer dejará de pensar en retirarse del mundo.’ Entonces el rey mandó que su guardia se extendiera media legua en cada di­rección.

Otro día, que el Futuro Buddha deseó ir al parque, vio a un hombre enfermo que los dioses le habían enviado y habiendo hecho la misma pregunta, regresó con el corazón agitado y ascendió a su palacio.

El rey hizo la misma pregunta y dio la misma orden que había dado antes y aumentó su guardia y la colocó a tres cuartos de legua en redondo.

Y otro día que el Futuro Buddha volvió al parque, vio un hombre muerto que los dioses le habían enviado y habiendo hecho la misma pregunta, regresó con el corazón agitado y ascendió a su palacio.

Y el rey hizo la misma pregunta y dio las mismas órdenes que había dado antes y extendió la guardia de nuevo y la colocó una legua en redondo.

Y otro día en que el Futuro Buddha volvió a ir al par­que, vio un monje, cuidadosa y decentemente ataviado, que los dioses le habían enviado y le preguntó a su cochero: ‘Dime, ¿quién es ese hombre?’ ‘Señor, ése es uno de los que se han retirado del mundo’, y el cochero empezó a cantar las alabanzas del retiro del mundo. La idea del retiro del mundo fue del agrado del Futuro Buddha.”9

Este primer estadio de la jornada mitológica, que hemos designado con el nombre de “la llamada de la aventura”, significa que el destino ha llamado al héroe y ha transferi­do su centro de gravedad espiritual del seno de su sociedad a una zona desconocida.


9 Reproducido con el permiso de los editores de Henry Clarke Warren, Buddhism in Translations (Harvard Oriental Series, 3; Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1896), pp. 56-57.

La llamada - el rey rana

 


“Hace mucho tiempo, cuando los deseos podían todavía conducir a algo, vivía un rey con sus hijas que eran todas hermosas; pero la más joven era tan hermosa que el mis­mo sol, que había visto tantas cosas, se maravillaba cada vez que brillaba sobre su rostro. Cerca del castillo de este rey había un gran bosque oscuro y en este bosque, debajo de un viejo limonero, había una fuente y cuando el día es­taba muy caluroso, la hija del rey iba al bosque y se sentaba a la orilla de la fresca fuente. Para entretenerse llevaba una pelota de oro, la lanzaba a lo alto y la recogía, pues éste era su juguete favorito.

Sucedió un día que la pelota de oro de la princesa no cayó en la manita extendida en el aire, sino que pasó a través de ella, rebotó en el suelo y fue rodando directa­mente al agua. La princesa la siguió con los ojos, pero la pelota desapareció, y la fuente era profunda, tan pro­funda que el fondo no podía verse. Entonces empezó a llorar y su llanto fue cada vez más fuerte, pues nada podía consolarla. Mientras estaba lamentándose de esta manera, oyó que alguien le hablaba: ‘¿Qué te pasa, princesa? Lloras tanto que hasta las piedras se compadecerían.’ Ella miró a su alrededor para ver de dónde venía la voz y encontró una rana, que asomaba fuera del agua su cabeza gorda y fea. ‘Eres tú, vieja Ama del Agua —dijo—. Lloro por mi pelota de oro, que cayó en la fuente.’ ‘Tranquilízate, no llo­res —contestó la rana—. Yo puedo ayudarte. Pero ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?’ ‘Lo que quieras, querida rana —le contestó—, mis ropas, mis perlas y mis joyas y has­ta la corona de oro que llevo.’ La rana dijo: ‘No quiero ni tus ropas, ni tus perlas, ni tus joyas, ni tu corona de oro, pero si cuidas de mí y me dejas ser tu compañera de juegos y tu amiga, si me dejas sentar a tu lado en tu mesita, comer de tu platito de oro, beber en tu tacita y dormir en tu camita, me sumergiré y te traeré tu pelota de oro.’ ‘Muy bien’, dijo ella. ‘Te prometo todo lo que quieras si me das [54] la pelota’, pero pensó: ‘Cuánto habla esa rana tonta. Vive en el agua con los de su especie y nunca podría ser la com­pañera de un ser humano.’

Tan pronto como la rana hubo obtenido la promesa, hundió su cabeza y se sumergió y poco después regresó nadando: tenía la pelota en la boca y la puso sobre la hierba. La princesa se ensoberbeció cuando vio su hermoso juguete. Lo levantó y se fue corriendo. ‘Espera, espera —gritó la rana—, llévame contigo, no puedo correr como tú.’ Pero de nada le sirvió aunque croaba tan fuertemente como podía. Ella no le prestó la menor atención sino que apresuró el paso y pronto se hubo olvidado completamente de la pobre rana, que seguramente tuvo que saltar de nuevo al agua.”1

Este es un ejemplo de una de las formas en que puede empezar una aventura. Una ligereza —aparentemente ac­cidental— revela un mundo insospechado y el individuo queda expuesto a una relación con poderes que no se entien­den correctamente. Como Freud ha demostrado,2 los erro­res no son meramente accidentales. Son el resultado de deseos y conflictos reprimidos. Son ondulaciones en la su­perficie de la vida producidas por fuentes insospechadas. Y éstas pueden ser muy profundas, tan profundas como el alma misma. El error puede significar un destino que se abre. Así sucede en este cuento de hadas, donde la desaparición de la pelota es el primer signo de que algo le va a suceder a la princesa, la rana es el segundo, y la promesa no cumplida es el tercero.


viernes, 16 de abril de 2021

Teseo y el Minotauro

 





Se cuenta, por ejemplo, la historia del gran Minos, rey de la isla de Creta en el período de su supremacía comer­cial, que contrató al celebrado arquitecto Dédalo para que inventara y construyera un laberinto con el objeto de es­conder en él algo de lo cual el palacio estaba al tiempo avergonzado y temeroso. Porque en la historia figura un monstruo, nacido a Pasifae, la reina. Se dice que el rey Minos estaba dedicado a atender batallas importantes para proteger las rutas comerciales; mientras tanto, Pasifae había sido seducida por un toro magnífico, blanco como la nieve y nacido del mar. Lo cual no era en realidad sino lo que la madre de Minos había permitido que le suce­diera a ella: la madre de Minos era Europa y es bien sabido que fue un toro quien la llevó a Creta. El toro ha­bía sido el dios Zeus y el privilegiado hijo de aquella unión era el mismo Minos, ahora respetado por todos y servido con veneración. ¿Cómo iba a saber Pasifae que el fruto de su propia indiscreción sería un monstruo, este hijo con cuerpo humano pero con cabeza y rabo de toro? 

La sociedad culpó gravemente a la reina, pero el rey tenía conciencia de que parte de la culpa era suya. El toro en cuestión había sido enviado hacía tiempo por el dios Poseidón, cuando Minos contendía con sus hermanos por el trono. Minos había sostenido que el trono era suyo por derecho divino y había pedido al dios que mandara un toro del mar, como señal, y había sellado la plegaria con el juramento de sacrificar al animal inmediatamente, como ofrenda y símbolo de servidumbre. El toro apareció y Minos subió al trono; pero cuando pudo apreciar la majestad de la bestia que se le había enviado, pensó en las ventajas que le traería el ser dueño de tal ejemplar y decidió arriesgar una sustitución mercantil, que supuso que el dios no tomaría en cuenta. Por lo tanto, ofrendó en el altar de Poseidón el mejor toro blanco que poseía y agregó el otro a su ganado.

Pero en palacio, la reina había sido inspirada por Poseidón con una irrefrenable pasión por el toro y había logrado que el artista de su esposo, el incomparable Dédalo, le cons­truyera una vaca de madera que engañara al toro, en el cual se ocultó de buena gana y el toro fue engañado, La reina dio a luz un monstruo, el cual, al paso del tiempo, empezó a convertirse en un peligro. Y Dédalo fue llamado de nuevo, esta vez por el rey, para que construyera la tre­menda cárcel del laberinto, con pasajes ciegos, con el objeto de esconder aquella cosa. Tan perfecta fue la invención que Dédalo mismo, cuando la hubo terminado, difícilmente pudo regresar a la entrada. Allí se encerró al Minotauro y desde entonces fue alimentado con mancebos y doncellas vivos, arrebatados como tributo a las naciones conquistadas por el dominio cretense.

De acuerdo con la antigua leyenda, la falta original no fue de la reina sino del rey, y él no pudo culparla, porque recordaba lo que había hecho. Había convertido un asunto público en un negocio personal, sin tener en cuenta que el sentido de su investidura como rey implicaba que ya no era meramente una persona privada. La devolución del toro debería haber simbolizado su absoluta sumisión a las fun­ciones de su dignidad. El haberlo retenido significaba, en cambio, un impulso de engrandecimiento egocéntrico. Así el rey elegido “por la gracia de Dios”, se convirtió en un peligroso tirano acaparador. Así como los ritos tradicionales de iniciación enseñaban al individuo a morir para el pasado y renacer para el futuro, los grandes ceremonia­les de la investidura lo desposeían de su carácter privado y lo investían con el manto de su vocación. Ese era el ideal, ya se tratara de un artesano o de un rey.

Teseo, el héroe que mató al Minotauro, vino a Creta de fuera como símbolo y brazo de la creciente civilización de los griegos. Era lo nuevo y lo vivo. Pero también es posible buscar el principio de regeneración y encontrarlo dentro de los muros mismos del imperio del tirano.

Ariadna, la hija del rey Minos, se enamoró del hermoso [30] Teseo cuando lo vio desembarcar del bote que había traído al lastimoso grupo de mancebos y doncellas atenienses para el Minotauro. Encontró la manera de hablar con él y le dijo que le daría los medios de salir del laberinto si le prometía llevársela de Creta y hacerla su esposa. Él lo prometió así. Ariadna pidió ayuda al hábil Dédalo, por cuyo arte el laberinto había sido construido y había sido posible a la madre de Ariadna dar a luz su habitante.

Dédalo le dio sencillamente un ovillo de hilo de lino, el cual debería ser amarrado a la entrada por el héroe ex­tranjero y desenrollado conforme avanzara. Es poco, en realidad, lo que necesitamos. Pero sin ello, la aventura den­tro del laberinto es desesperada.

Esta ayuda está al alcance de la mano. Y es muy cu­rioso que el mismo científico que al servicio del rey culpa­ble había sido el cerebro que concibió el horror del laberin­to, con la misma facilidad pudo servir para alcanzar la meta de la libertad.