"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

viernes, 16 de abril de 2021

Teseo y el Minotauro

 





Se cuenta, por ejemplo, la historia del gran Minos, rey de la isla de Creta en el período de su supremacía comer­cial, que contrató al celebrado arquitecto Dédalo para que inventara y construyera un laberinto con el objeto de es­conder en él algo de lo cual el palacio estaba al tiempo avergonzado y temeroso. Porque en la historia figura un monstruo, nacido a Pasifae, la reina. Se dice que el rey Minos estaba dedicado a atender batallas importantes para proteger las rutas comerciales; mientras tanto, Pasifae había sido seducida por un toro magnífico, blanco como la nieve y nacido del mar. Lo cual no era en realidad sino lo que la madre de Minos había permitido que le suce­diera a ella: la madre de Minos era Europa y es bien sabido que fue un toro quien la llevó a Creta. El toro ha­bía sido el dios Zeus y el privilegiado hijo de aquella unión era el mismo Minos, ahora respetado por todos y servido con veneración. ¿Cómo iba a saber Pasifae que el fruto de su propia indiscreción sería un monstruo, este hijo con cuerpo humano pero con cabeza y rabo de toro? 

La sociedad culpó gravemente a la reina, pero el rey tenía conciencia de que parte de la culpa era suya. El toro en cuestión había sido enviado hacía tiempo por el dios Poseidón, cuando Minos contendía con sus hermanos por el trono. Minos había sostenido que el trono era suyo por derecho divino y había pedido al dios que mandara un toro del mar, como señal, y había sellado la plegaria con el juramento de sacrificar al animal inmediatamente, como ofrenda y símbolo de servidumbre. El toro apareció y Minos subió al trono; pero cuando pudo apreciar la majestad de la bestia que se le había enviado, pensó en las ventajas que le traería el ser dueño de tal ejemplar y decidió arriesgar una sustitución mercantil, que supuso que el dios no tomaría en cuenta. Por lo tanto, ofrendó en el altar de Poseidón el mejor toro blanco que poseía y agregó el otro a su ganado.

Pero en palacio, la reina había sido inspirada por Poseidón con una irrefrenable pasión por el toro y había logrado que el artista de su esposo, el incomparable Dédalo, le cons­truyera una vaca de madera que engañara al toro, en el cual se ocultó de buena gana y el toro fue engañado, La reina dio a luz un monstruo, el cual, al paso del tiempo, empezó a convertirse en un peligro. Y Dédalo fue llamado de nuevo, esta vez por el rey, para que construyera la tre­menda cárcel del laberinto, con pasajes ciegos, con el objeto de esconder aquella cosa. Tan perfecta fue la invención que Dédalo mismo, cuando la hubo terminado, difícilmente pudo regresar a la entrada. Allí se encerró al Minotauro y desde entonces fue alimentado con mancebos y doncellas vivos, arrebatados como tributo a las naciones conquistadas por el dominio cretense.

De acuerdo con la antigua leyenda, la falta original no fue de la reina sino del rey, y él no pudo culparla, porque recordaba lo que había hecho. Había convertido un asunto público en un negocio personal, sin tener en cuenta que el sentido de su investidura como rey implicaba que ya no era meramente una persona privada. La devolución del toro debería haber simbolizado su absoluta sumisión a las fun­ciones de su dignidad. El haberlo retenido significaba, en cambio, un impulso de engrandecimiento egocéntrico. Así el rey elegido “por la gracia de Dios”, se convirtió en un peligroso tirano acaparador. Así como los ritos tradicionales de iniciación enseñaban al individuo a morir para el pasado y renacer para el futuro, los grandes ceremonia­les de la investidura lo desposeían de su carácter privado y lo investían con el manto de su vocación. Ese era el ideal, ya se tratara de un artesano o de un rey.

Teseo, el héroe que mató al Minotauro, vino a Creta de fuera como símbolo y brazo de la creciente civilización de los griegos. Era lo nuevo y lo vivo. Pero también es posible buscar el principio de regeneración y encontrarlo dentro de los muros mismos del imperio del tirano.

Ariadna, la hija del rey Minos, se enamoró del hermoso [30] Teseo cuando lo vio desembarcar del bote que había traído al lastimoso grupo de mancebos y doncellas atenienses para el Minotauro. Encontró la manera de hablar con él y le dijo que le daría los medios de salir del laberinto si le prometía llevársela de Creta y hacerla su esposa. Él lo prometió así. Ariadna pidió ayuda al hábil Dédalo, por cuyo arte el laberinto había sido construido y había sido posible a la madre de Ariadna dar a luz su habitante.

Dédalo le dio sencillamente un ovillo de hilo de lino, el cual debería ser amarrado a la entrada por el héroe ex­tranjero y desenrollado conforme avanzara. Es poco, en realidad, lo que necesitamos. Pero sin ello, la aventura den­tro del laberinto es desesperada.

Esta ayuda está al alcance de la mano. Y es muy cu­rioso que el mismo científico que al servicio del rey culpa­ble había sido el cerebro que concibió el horror del laberin­to, con la misma facilidad pudo servir para alcanzar la meta de la libertad.


No hay comentarios:

Publicar un comentario