Y así sucedió, como por azar, que en la vieja y abandonada torre en donde dormía Kamaru-s-Semán, el príncipe persa, había un viejo pozo y estaba habitado por una hechicera de la descendencia de Iblis el Maldito, llamada Maimuna, hija de Demaryat, un famoso rey de los genios. Como Kamaru-s-Semán seguía durmiendo hasta el segundo tercio de la noche, Maimuna salió de la fuente y quiso ir al firmamento, con la intención de escuchar, al acecho, las conversaciones de los ángeles, pero cuando salió del borde de la fuente y vio que una luz brillaba en la torre, contrariamente a lo que era costumbre, se maravilló, se acercó, atravesó la puerta y vio el lecho, donde había una forma humana con velas de cera cerca de su cabeza y un mosquitero extendido a sus pies, cerró las alas, se acercó a la cama y levantando la cubierta, descubrió el rostro de Kamaru-s-Semán. Y permaneció inmóvil durante una hora, de admiración y maravilla. Y cuando se recobró exclamó: “¡Loado sea Alá que lo creó y que de todos los creadores es el mejor!” Pues se ha de saber que aquel genio femenino era del número de los genios creyentes, no del de los infieles.
Se prometió que no le haría ningún daño a Kamaru-s-Semán y empezó a preocuparse de que por estar en ese lugar desierto, el príncipe fuera asesinado por alguno de sus parientes, los marid. Se inclinó sobre él y lo besó en medio de los ojos y luego colocó la sábana sobre su rostro; después abrió sus alas, se remontó en el aire y voló hasta alcanzar el más bajo de los cielos.
Ahora bien, como lo quiso la suerte o el destino, la alada ifritah Maimuna oyó repentinamente a su lado el ruidoso sacudir de unas alas. Dejándose guiar por el sonido, descubrió que venía de un ifrit llamado Dahnasch. Voló sobre él como un ave de rapiña y cuando él cayó en la cuenta y la reconoció como Maimuna, la hija del rey de los genios, se aterrorizó, los músculos de sus costados temblaron y le imploró piedad. Pero ella lo obligó a declarar de dónde venía a esta hora de la noche. Él contestó que regresaba de las islas del mar de la China, los imperios del rey Gayur, señor de las Islas, de los Mares y de los Siete Palacios.
“...Tuve ocasión de ver a la hija de ese rey que es tal, que no creó el Creador otra igual.” Y dedicó grandes alabanzas a la princesa Budur. “...Tiene una nariz afilada como la hoja de una brillante espada; y una mejillas rubicundas como el vino de púrpura y una boca cuyas labios son corales y rubíes engarzados y cuya saliva es más sabrosa que la miel y apaga con su frescura el fuego de la quemadura y cuya lengua se mueve a impulsos de la inteligencia y siempre dice la palabra discreta; y, para terminar, te diré que; sus pechos turgentes y erguidos son una tentación para el más acostumbrado a dominar sus sentidos, y dos antebrazos, suaves y torneados, como de ellos dijo Al-Ualahán, el poeta nombrado:
Unas muñecas tiene, que si no fuera
porque los brazaletes las aprisionan,
luego en lluvia de plata se derritieran.”
El elogio a su belleza continuó y cuando Maimuna lo hubo escuchado todo, permaneció silenciosa y estupefacta. Dahnasch describió al poderoso rey, su padre, sus tesoros, y los Siete Palacios y también la historia de la negativa al matrimonio de su hija. “Y yo, reina mía —continuó el efrit, dirigiéndose a su amiga— voy a verla todas las noches y me extasío contemplando su hermosura y la beso entre sus ojos con mucha ternura, en tanto ella duerme sin inquietud alguna; y tanto la amo, que no le hago el menor daño.” Expresó su deseo de que Maimuna fuera con él a China y admirara la belleza, la hermosura, la estatura y la perfección de las proporciones de la princesa. “Y después que la hayas visto podrás, si lo merezco, imponerme el castigo por haberte engañado y declararme cautivo. Que yo todo lo dejo a tu albedrío.”
A Maimuna le indignaba que alguien se atreviera a celebrar a cualquier criatura del mundo después de que ella había mirado a Kamara-s-Semán. Gritó, se rió de Dahnasch y escupió su rostro: “Pues yo esta noche he visto a un joven, que si a verlo llegaras, te daría un patatús y se te haría la boca agua.” Entonces ella lo describió. Dahnasch se mostró incrédulo de que alguien pudiera ser más hermoso que la princesa Budur y Maimuna le ordenó que viniera con ella y mirara.
“Oír es obedecer. Vamos, pues, allá” —accedió Dahnasch.
Descendieron y entraron en el salón. Maimuna puso a Dahnasch junto a la cama y estirando la mano estiró la colcha de seda del rostro de Kamaru-s-Semán; su rostro alumbraba, relucía, reflejaba y brillaba como el sol naciente. Ella lo miró por un momento, luego se volvió a Dahnasch y dijo: “¡Míralo, maldito, y no seas loco rematado; que yo soy hembra y por él he perdido la chaveta!”
“¡Por Alá, mi señora, que tenías razón en tus lisonjas! Pero hay que hacer cuenta también de otra cosa; y es que existe diferencia entre los varones y las hembras. Por Alá que éste tu amado es el que de todas las criaturas más se asemeja a mi adorada en punto a hermosura y perfección y belleza consumada y que el uno y la otra son tal para cual y se diría que entre ambos toda la belleza del mundo se halla repartida.”
La luz se convirtió en tinieblas a los ojos de Maimuna cuando oyó aquellas palabras y le azotó a Dahnasch la cara con las alas, con tal fuerza que por poco acaba con él. Y lo increpó diciendo: “Por el fulgor de su rostro y la majestad de su persona, te conjuro, ¡ye maldito!, a que vayas por tu novia ahora mismo y cargues con ella y aquí te la traigas en cumplimiento de tu palabra.”
Y así, incidentalmente, en un plano del que no tenía conciencia, el destino de Kamaru-s-Semán, el que había rechazado la vida, empezó a consumarse sin intervención de su voluntad consciente.
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