"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

jueves, 24 de junio de 2021

Pinocho




Érase una vez, un carpintero llamado Gepetto que decidió construir un muñeco de madera, al que llamó Pinocho. Con él, consiguió no sentirse tan solo como se había sentido hasta aquel momento.

- ¡Qué bien me ha quedado!- exclamó una vez acabado de construir y de pintar-. ¡Cómo me gustaría que tuviese vida y fuese un niño de verdad!

Como había sido muy buen hombre a lo largo de la vida, y sus sentimientos eran sinceros. Un hada decidió concederle el deseo y durante la noche dio vida a Pinocho.

Al día siguiente, cuando Gepetto se dirigió a su taller, se llevó un buen susto al oír que alguien le saludaba:

- ¡Hola papá!- dijo Pinocho.

- ¿Quién habla?- preguntó Gepetto.

- Soy yo, Pinocho. ¿No me conoces? – le preguntó.

Gepetto se dirigió al muñeco.

- ¿Eres tu? ¡Parece que estoy soñando!, ¡por fin tengo un hijo!

Gepetto quería cuidar a su hijo como habría hecho con cualquiera que no fuese de madera. Pinocho tenía que ir al colegio, aprender y conocer a otros niños. Pero el carpintero no tenía dinero, y tuvo que vender su abrigo para poder comprar una cartera y los libros.

A partir de aquél día, Pinocho empezó a ir al colegio con la compañía de un grillo, que le daba buenos consejos. Pero, como la mayoría de los niños, Pinocho prefería ir a divertirse que ir al colegio a aprender, por lo que no siempre hacía caso del grillo.

Un día, Pinocho se fue al teatro de títeres para escuchar una historia. Cuando le vio, el dueño del teatro quiso quedarse con él:

-¡Oh, Un títere que camina por si mismo, y habla! Con él en la compañía, voy a hacerme rico dijo el titiritero, pensando que Pinocho le haría ganar mucho dinero.

A pesar de las recomendaciones del pequeño grillo, que le decía que era mejor irse de allí, Pinocho decidió quedarse en el teatro, pensando que así podría ganar dinero para comprar un abrigo nuevo a Gepetto, que había vendido el suyo para comprarle los libros.

Y así hizo, durante todo el día estuvo actuando para el titiritero. Pasados unos días, cuando quería volver a casa, el dueño del teatro de marionetas le dijo que no podía irse, que tenía que quedarse con él.

Pinocho se echó a llorar tan desconsolado diciendo que quería volver a casa que el malvado titiritero lo encerró en una jaula para que no pudiera escapar.

Por suerte, su hada madrina que todo lo sabe, apareció durante la noche y lo liberó de su cautivério abriendo la puerta de la jaula con su varita mágica. Antes de irse, Pinocho tomó de encima de la mesa las monedas que había ganado actuando.

De vuelta a casa Pinocho volvió a tener las prejas normales, cuando de repente, el grillo y Pinocho, se cruzaron con dos astutos ladrones que convencieron al niño de que si enterraba las monedas en un campo cercano, llamado el "campo de los milagros", el dinero se multiplicaría y se haría rico.

Confiando en los dos hombres, y sin escuchar al grillo que le advertía del engaño, Pinocho enterró las monedas y se fue. Rápidamente, los dos ladrones se llevaron las monedas y Pinocho tuvo que volver a casa sin monedas.

Durante los días que Pinocho había estado fuera, Gepetto se había puesto muy triste y, preocupado, había salido a buscarle por todos los rincones. Así, cuando Pinocho y el grillo llegaron a casa, se encontraron solos. Por suerte, el hada les explicó que el carpintero había salido dirección al mar para buscarles.

Pinocho y grillo decidieron ir a buscarle, pero se cruzaron con un grupo de niños:

- ¿Dónde vais?- preguntó Pinocho.

- Al País de los Juguetes - respondió un niño-. ¡Allí podremos jugar sin parar! ¿Quieres venir con nosotros?

- ¡Oh, no, no, no!- le advirtió el grillo-. Recuerda que tenemos que encontrar a Gepetto, que está triste y preocupado por ti.

- ¡Sólo un rato!- dijo Pinocho- Después seguimos buscándole.

Y Pinocho se fue con los niños, seguido del grillo que intentava seguir convenciéndole de continuar buscando al carpintero. Pinocho jugó y brincó todo lo que quiso. Enseguida se olvidó de Gepetto, sólo pensaba en divertirse y seguir jugando. Pero a medida que pasaba más y más horas en el País de los Juguetes, Pinocho se iba convirtiendo en un burro. Cuando se dió cuenta de ello se echó a llorar. Al oírle, el hada se compadeció de él y le devolvió su aspecto, pero le advirtió:

- A partir de ahora, cada vez que mientas te crecerá la nariz.

Pinocho y el grillo salieron rápidamente en busca de Gepetto.

Geppetto, que había salido en busca de su hijo Pinocho en un pequeño bote de vela, había sido tragado por una enorme ballena.

Entonces Pinocho y el grillito, desesperados, se hicieron a la mar para rescatar al pobre ancianito papa de Pinocho.

Cuando Pinocho estuvo frente a la ballena le pidió porfavor que le devolviese a su papá, pero la enorme ballena abrió muy grande la boca y se lo tragó también a él.

¡Por fin Geppetto y Pinocho estaban nuevamente juntos!, Ahora debían pensar cómo conseguir salir de la barriga de la ballena.

- ¡Ya sé, dijo Pepito hagamos una fogata! El fuego hizo estornudar a la enorme ballena, y la balsa salió volando con sus tres tripulantes.

Una vez a salvo Pinocho le contó todo lo sucedido a Gepetto y le pidió perdón. A Gepetto, a pesar de haber sufrido mucho los últimos días, sólo le importaba volver a tener a su hijo con él. Por lo que le propuso que olvidaran todo y volvieran a casa.

Pasado un tiempo, Pinocho demostró que había aprendido la lección y se portaba bien: iba al colegio, escuchaba los consejos del grillo y ayudaba a su padre en todo lo que podía.

Como recompensa por su comportamiento, el hada decidió convertir a Pinocho en un niño de carne y hueso. A partir de aquél día, Pinocho y Gepetto fueron muy felices como padre e hijo.


 

Jonás y la ballena




Dios llamó a Jonás un día para que fuera a predicar a la ciudad de Nínive donde la maldad de la gente abundaba. A Jonás no le gustó nada la idea puesto que la ciudad de Nínive era una de las principales ciudades enemigas de Israel y el no queria nada que ver con ellos.

Así que Jonás intentó escapar e ir exactamente en la dirección contraria que Dios le había dicho y se subió en una barca con destino a Tarsis. En su camino a Tarsis Dios desató una gran tormenta y los hombres decidieron tirar a Jonás al mar porque pensaron que él traía mala suerte. Una vez en el mar Dios hizo que una ballena lo tragara entero y así no se hundiera. Jonás permaneció durante tres días en el vientre de la ballena y fue durante este tiempo que Jonas pidió perdón por su desobediencia, y comenzó a adorar a Dios. Después Dios hizo que la ballena escupiera a Jonás en las costas de Nínive. Jonás predicó por toda Nínive y les advirtió que a menos que se arrepintieran delante de Dios la ciudad sería destruida en 40 días. La gente creyó a Jonás y se arrepintieron ante Dios quien tuvo misericordia por ellos. Por su parte Jonas terminó algo resentido puesto que el pueblo de Nínive que era enemigo de Israel no fue destruido. Descansando en el desierto, Dios proveyó una planta de viñedo para que Jonás tuviera sombra durante su descanso y al día siguiente mandó Dios larvas para que comieran la planta ya que Jonás seguía quejándose. Dios habló con Jonás para reprimirlo y para decirle enseñarle como Jonás estaba enojado por una sola planta mientras que Dios veía por la vida de 120,000 personas que habitaban en Nínive.

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domingo, 6 de junio de 2021

La caravana en el desierto

 


El jefe de caravana de Benarés se atrevió a conducir una expedición de quinientos ca­rros ricamente cargados en un desierto endemoniado y sin agua. Advertido de los peligros había tomado la pre­caución de colocar en los carros inmensas jarras de agua, de manera que, racionalmente considerado, su proyecto de atravesar sólo sesenta leguas de desierto era factible. 

Pero cuando estaba a la mitad del camino el ogro que habitaba el desierto, pensó: “Haré que estos hombres tiren el agua que llevan.” De manera que creó un carro que deleitaba el alma; estaba tirado por jóvenes bueyes blancos, con las rue­das llenas de lodo y lo hizo aparecer por el camino en la dirección opuesta. Por delante y por detrás de él marcha­ban los demonios que formaban su comitiva, con las cabe­zas y las ropas mojadas, portaban coronas de lirios de agua azules y blancos, llevaban en sus manos ramos de flores de loto rojas y blancas, iban masticando los tallos fibrosos de los lirios y dejaban huellas de agua y de lodo. Cuando la caravana y el grupo de demonios se hicieron a un lado para dejarse pasar, el ogro saludó al jefe amistosamente. “¿Adón­de vais?” le preguntó cortésmente. A lo que contestó el jefe de la caravana. “Señor, venimos de Benarés. Pero vosotros os acercáis llenos de lirios de agua azules y blan­cos, con flores de loto rojas y blancas en vuestras manos; masticáis los tallos fibrosos de los lirios, venís salpicados de lodo y dejáis caer gotas de agua. ¿Llueve por el ca­mino por donde habéis venido? ¿Están los lagos comple­tamente cubiertos con lirios azules y blancos y con flores de loto blancas y rojas?”

El ogro: “¿Veis aquella línea de bosques verde oscuro? Detrás, todo el campo es una masa de agua; llueve todo el tiempo, los hoyancos están llenos de agua, y por todas partes se ven lagos completamente cubiertos de flores de loto rojas y blancas.” Luego, cuando los carros fueron pa­sando uno detrás del otro, preguntó: “¿Qué artículos lle­váis en ese carro?, ¿y en ese otro? El último parece muy pesado, ¿qué lleváis en él?” El jefe contestó: “Llevamos agua.” “Habéis actuado sabiamente, por supuesto, al traer agua hasta aquí; pero de aquí en adelante no hay necesidad de llevar esa carga. Romped los cántaros, tirad el agua y viajad más de prisa.” El ogro siguió adelante y cuando se perdió de vista, regresó a su propia ciudad de ogros.

El jefe de la caravana, movido por su propia tontería, siguió el consejo del ogro, rompió los cántaros e hizo avan­zar los carros. Más tarde, no encontró ni la más mínima partícula de agua. Por falta de agua para beber los hombres se cansaron. Viajaron hasta ponerse el sol, desuncieron los bueyes, pusieron los carros en círculo y amarraron los bueyes a las ruedas. No había agua para los bueyes, ni atole ni arroz cocido para los hombres. Los hombres debilita­dos se echaron aquí y allá y trataron de dormir. A la media noche, los ogros vinieron de su ciudad, asesinaron a todos los bueyes y los hombres, devoraron su carne, dejando sólo los huesos desnudos, y habiendo hecho así, partieron. Los huesos de las manos de los hombres y todos los otros huesos quedaron esparcidos en las cuatro direcciones y en las cuatro direcciones intermedias; los quinientos carros quedaron intactos.

El príncipe Cinco Armas y el ogro Cabello Pegajoso



Un joven príncipe que acababa de terminar sus estudios mili­tares bajo la dirección de un maestro mundialmente fa­moso. Habiendo recibido, como símbolo de su distinción, el título de príncipe Cinco Armas, aceptó las cinco armas que su maestro le dio, se inclinó y armado con sus nuevas armas, se puso en el camino que llevaba a la ciudad de su padre, el rey. Avanzó hasta que llegó a cierto bosque. La gente que vivía a la entrada del bosque trató de advertirle. “Señor príncipe, no entréis en este bosque —le dijeron—, aquí vive un ogro llamado Cabello Pegajoso; mata a todos los hombres que ve.”

Pero el príncipe era confiado y valeroso como un león de melena. Entró en el bosque y cuando llegó al centro el ogro se le apareció. El ogro había aumentado su estatura a la altura de una palmera; se había creado una cabeza tan grande como una casa de verano con un pináculo en forma de campana, unos ojos como cestos de limosna, dos colmillos como bulbos o capullos gigantes; un pico de hal­cón; la barriga estaba llena de ronchas y las manos y los pies eran verde oscuro. “¿Dónde vas? —le preguntó— ¡De­tente! ¡Eres mi presa!”

El príncipe Cinco Armas contestó sin temor y con gran confianza en las artes y tretas que había aprendido. “Ogro —dijo—, sabía a lo que me exponía cuando entré en este bosque. Harías bien en cuidarte de atacarme, porque atra­vesaré tu carne con una flecha mojada en veneno y te haré caer en tus huellas”.

Habiendo amenazado así al ogro, el joven príncipe puso en su arco una flecha mojada en veneno mortal y la disparó. Cayó en los cabellos del ogro. Luego disparó una detrás de la otra, cincuenta flechas. Todas se pega­ron en los cabellos del ogro. El ogro se sacudió cada una de las flechas, que cayeron a sus pies, y se aproximó al jo­ven príncipe.

El príncipe Cinco Armas amenazó al ogro por segunda vez y levantando su espada, le dio un golpe maestro. La espada, que tenía treinta y tres pulgadas de largo, se pegó a los cabellos de ogro. Entonces el príncipe quiso atrave­sarlo con una lanza, que también se pegó a sus cabellos; al ver que la lanza se había pegado, lo golpeó con un garrote, que también se pegó a sus cabellos. Cuando vio que el garrote se había pegado utilizó su cuchillo que se quedó pegado a los cabellos del ogro.

Al ver que sus armas se habían quedado pegadas al cabello del ogro le dijo: “Señor ogro, nunca habéis oído hablar de mí. Soy el prín­cipe Cinco Armas. Cuando entré en este bosque infestado por vos, no pensaba en arcos ni en armas parecidas; cuan­do entré en este bosque, pensaba sólo en mí mismo. Ahora voy a golpearos y a convertiros en polvo.” Habiendo dado a conocer su determinación y dando un alarido, golpeó al ogro con su mano derecha. La mano se pegó a los cabellos del ogro. Lo golpeó con la mano izquierda. También se le pegó. Lo mismo sucedió a su pie derecho. Lo golpeó con su pie izquierdo. También se le pegó. Pensó: “Le golpearé con mi cabeza y se ha de convertir en polvo.” Lo golpeó con la cabeza. Y también se le pegó en el cabello del ogro.

El príncipe Cinco Armas falló cinco veces, se pegó en cinco lugares y colgaba del cuerpo del ogro. Con todo eso, no estaba atemorizado; entretanto, el ogro pensó: “Éste es un hombre león, un caballero de noble nacimiento... no un simple hombre. Porque aunque ha sido atrapado por un ogro como yo, no parece temblar ni estremecerse. En el tiempo que he cuidado de este camino, no he visto nin­gún hombre que lo iguale. ¿Por qué no tendrá miedo?” Sin atreverse a comérselo, le preguntó: “Joven, ¿por qué no tie­nes miedo? ¿Por qué no estás aterrorizado con el miedo a la muerte?”

“Ogro, ¿por qué habría yo de tener miedo? Si se tiene una vida, es absolutamente seguro que se tendrá una muer­te. Es más, tengo en el vientre un trueno. Si me comes, no podrás digerir esa arma. Te romperé por dentro en peda­zos y fragmentos que han de matarte. En ese caso, ambos pereceremos. ¡Por eso no tengo miedo!”

El lector debe saber que el príncipe Cinco Armas se re­fería al Arma del Conocimiento que estaba dentro de él. Este joven héroe no era otro que el Futuro Buddha, en una reencarnación anterior.

“Lo que dice este joven es cierto —pensó el ogro, aterro­rizado con el miedo a la muerte—. Del cuerpo de este hom­bre león mi estómago no podría digerir ni un fragmento de carne del tamaño de un frijol. ¿Lo dejaré ir?” Y dejó ir al príncipe Cinco Armas. El Futuro Buddha le pre­dicó la Doctrina, lo dominó, lo enseñó a renunciar y luego lo transformó en el espíritu que debía recibir las ofrendas del bosque. Después de amonestar al ogro para que fuera prudente, el joven partió y a la entrada del bosque contó su historia a los seres humanos; luego siguió su camino.

Como símbolo del mundo al que nos mantienen aferra­dos los cinco sentidos y que no puede hacerse a un lado por las acciones de los órganos físicos, Cabello Pegajo­so fue vencido sólo cuando el Futuro Buddha, desposeído de las cinco armas de su nombre momentáneo y carácter físico, recurrió a la sexta arma, invisible y sin nombre, el trueno divino, el conocimiento del principio trascendente, que está detrás del reino fenoménico de los nombres y de las formas.