"Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario; no exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo: basta con que escuchemos. Los cuentos contienen los remedios para reparar o recuperar cualquier pulsión perdida". Clarissa Pinkola Estés.

viernes, 28 de agosto de 2020

Parsifal y el Santo Grial

 

 

Cuando Parsifal era niño, su madre le impidió conocer el mundo. Su padre había muerto en batalla antes de que él naciera, y a su madre no le quedaba nadie, nada más que el joven, y estaba determinada a no perderlo. Lo mantuvo escondido en lo profundo del bosque y le impidió que conociera el derecho que tenía por nacimiento a ser un caballero como su padre ante la corte del Rey Arturo.

Pero la madre de Parsifal sí le habló de Dios, asegurándole que el amor divino ayuda a todos los que viven en la tierra. Por eso, cuando cierto día se encontró con un caballero apuesto y amable que había sido perseguido hasta lo más espeso del bosque, Parsifal no pudo por menos que suponer que aquella criatura era el mismo Dios.

Aunque el joven quedó oportunamente desilusionado, el encuentro con el caballero despertó su instinto natural de perseguir su propio destino y rogó a su madre que le dejara ir con él por el mundo. Su madre, por fin, le dio su consentimiento y Parsifal partió vestido con ropaje de bufón. Su madre tenía la esperanza de que este atuendo le atrajera tal mofa que el joven se vería obligado a regresar pronto a su lado. Pero Parsifal perseveró en su búsqueda a pesar de las burlas que le acompañaron y, llegado el momento, arribó al castillo de Gurnemanz.

Este noble estaba preparado para actuar como mentor de los jóvenes y le enseñó las normas de caballería. A Parsifal le cambiaron sus ropas y sus maneras de bufón por otras más adecuadas, y Gurnemanz instruyó al joven en la cortesía y, lo que quizá era más importante, en la moral que se encuentra tras la cortesía. "Nunca pierdas tu sentido de la vergüenza" le dijo Gurnemanz al bisoño caballero, "y no importunes a los demás con preguntas tontas. Acuérdate siempre de mostrar compasión por los que sufren". Aunque Parsifal memorizó cuidadosamente estas bellas palabras, sin embargo, no las comprendió del todo. Aprendió sus formas externas, pero no su significado interno.

A su debido tiempo, los viajes de Parsifal lo llevaron a una tierra lejana en la que el campo estaba desolado y estéril. En medio de esta Tierra yerma se hallaba un castillo donde, por primera vez, se enfrentó con una verdadera prueba de virilidad. Sin embargo, se trataba de una tarea para la que todavía no estaba preparado. En el castillo había un rey enfermo, retorciéndose de dolor en su lecho. Se trataba del Rey del Grial, quien había transgredido las leyes de la comunidad del Grial por perseguir el amor terreno sin permiso. Como castigo, estaría herido en la ingle hasta que un caballero desconocido formulara dos preguntas. "Señor, ¿qué mal te aflige?". Esa sería la primera pregunta del caballero al rey enfermo.

Había también muchas maravillas en el castillo, y el Grial mismo se podía aparecer a los que llegaran del mundo exterior. Pero el rey no podía curarse hasta que el desconocido caballero le preguntara: "Señor, ¿a quién sirve el Grial?". En estas dos preguntas estaba la redención, no sólo del rey enfermo, sino también de la Tierra Yerma.

Pero cuando Parsifal vio al rey enfermo en su cama, sólo se acordó de la forma externa del consejo de Gurnemanz: que la curiosidad era una descortesía y que no debía importunar con preguntas tontas. Se olvidó de mostrar compasión a los que sufren. De modo que no dijo nada. Y cuando apareció el Grial acompañado por los dulces sonidos de una música celestial, llevado en procesión lenta por los Caballeros del Grial, escoltado por doncellas y rodeado por un haz de luz divina, el joven caballero se quedó mirando y mirando, pero apretó los labios, porque temía pasar por tonto. De modo que no dijo nada.

Entonces se produjo el gran estallido de un trueno y el castillo desapareció. Se oyó entonces una voz que decía: "Joven necio. No has hecho las preguntas que debías. Si las hubieras formulado, el rey se habría curado, sus miembros volverían a estar fuertes y toda la tierra se habría recuperado. Ahora vagarás por la espesura durante muchos años hasta que hayas aprendido lo que es la compasión". Y Parsifal, dándose cuenta demasiado tarde de la torpeza que había cometido, se adentró cabalgando en la espesura, en un frío y gris amanecer, determinado a que un día obtendría nuevamente el derecho a ser honrado con la visión del Grial.


Pasaron muchos años hasta que Parsifal encuentró de nuevo el castillo del Rey Pescador, el guardián del Grial, muchos años y aventuras antes de que Parsifal pueda pronunciar esa pregunta guardada en su corazón que forma parte de su misión de vida,

Mi Rey, ¿qué te duele?

Una pregunta sanadora, transformadora, una pregunta que rompe con todas las normas del protocolo, y de lo establecido.


miércoles, 26 de agosto de 2020

Cada loco con su tema


Cada loco con su tema,
contra gustos no hay disputas:
artefactos, bestias, hombres y mujeres,

cada uno es como es,
cada quién es cada cual
y baja las escaleras como quiere.

Pero, puestos a escoger, soy partidario
de las voces de la calle
más que del diccionario,
me privan más los barrios
que el centro de la ciudad
y los artesanos más que la factoría,
la razón que la fuerza,
el instinto que la urbanidad
y un siux más que el Séptimo de Caballería.

Prefiero los caminos a las fronteras
y una mariposa al Rockefeller Center
y el farero de Capdepera ¹
al vigía de Occidente.

Prefiero querer a poder,
palpar a pisar,
ganar a perder,
besar a reñir,
bailar a desfilar
y disfrutar a medir.

Prefiero volar a correr,
hacer a pensar,
amar a querer,
tomar a pedir.
Antes que nada soy
partidario de vivir.

Cada loco con su tema,
contra gustos no hay disputas:
artefactos, bestias, hombres y mujeres,
cada uno es como es,
cada quién es cada cual
y baja las escaleras como quiere.

Pero, puestos a escoger, prefiero
un buen polvo a un rapapolvo
y un bombero a un bombardero,
crecer a sentar cabeza, prefiero
la carne al metal
y las ventanas a las ventanillas,
el lunar de tu cara
a la Pinacoteca Nacional
y la revolución a las pesadillas.

Prefiero, el tiempo al oro,
la vida al sueño,
el perro al collar,
las nueces al ruido
y al sabio por conocer
que a los locos conocidos.

Prefiero, querer a poder,
palpar a pisar,
ganar a perder,
besar a reñir,
bailar a desfilar
y disfrutar a medir.

Prefiero volar a correr,
hacer a pensar,
amar a querer,
tomar a pedir.
Antes que nada soy
partidario de vivir.

Vagabundear

Harto ya de estar harto, ya me cansé

de preguntar al mundo porqué y porqué,
la rosa de los vientos me ha de ayudar
y desde ahora vais a verme vagabundear
entre el cielo y el mar
vagabundear.

Como un cometa de caña y de papel
me iré tras una nube para serle fiel,
a los montes, los ríos el sol y el mar
a ellos que me enseñaron el verbo amar,
soy palomo torcaz,
dejádme en paz.

No me siento extranjero en ningún lugar
donde haya lumbre y vino tengo mi hogar,
y para no olvidarme de lo que fuí
mi patria y mi guitarra la llevo en mí,
una es fuerte y es fiel,
la otra un papel.

No llores porque no me voy a quedar
me diste todo lo que tú sabes dar,
la sombra que en la tarde da una pared
y el vino que me ayuda a olvidar mi sed,
que más puede ofrecer
una mujer.

Es hermoso partir sin decir adiós
serena la mirada, firme la voz,
si de veras me buscas, me encontrarás,
es muy largo el camino para mirar atrás
qué más da, qué más da,
aquí o allá.

jueves, 13 de agosto de 2020

Siddhartha ante su padre



Por la noche, después de la hora de examen, habló Siddhartha a Govinda: —Mañana temprano, amigo mío, Siddhartha se irá con los samanas. Quiere ser un samana. Govinda palideció, pues había oído aquellas palabras y en el rostro inmóvil de su amigo leía la decisión, imposible de desviar, como la flecha que partió silbando del arco. En seguida, y a la primera mirada, Govinda conoció que Siddhartha iniciaba ahora su camino, que su destino principiaba ahora, y con él, el suyo también. Y se puso pálido como una cáscara de banana seca. —¡Oh Siddhartha! —exclamó—, ¿te lo permitirá tu padre?

Siddhartha miró a lo lejos, como quien despierta. Con la rapidez de una saeta, leyó en el alma de Govinda, leyó la angustia, leyó la resignación. —¡Oh Govinda! –dijo en voz baja–, no debemos prodigar las palabras. Mañana, al romper el día, tengo que iniciar la vida de los samanas. No hablemos más de ello. 

 Siddhartha entró en el cuarto donde su padre estaba sentado sobre una estera de esparto, y se colocó a su espalda, y allí estuvo hasta que su padre se dio cuenta de que había alguien tras él. Habló el brahmán: —¿Eres tú, Siddhartha? Di lo que tengas que decir. Habló Siddhartha: —Con tu permiso, padre mío. He venido a decirte que deseo abandonar tu casa mañana e irme con los ascetas. Es mi deseo convertirme en un samana. Quisiera que mi padre no se opusiera a ello. El brahmán calló, y calló tanto tiempo, que en la ventana se vio caminar a las estrellas y cambiar de forma antes que se rompiera el silencio en la habitación. Mudo e inmóvil, permanecía el hijo con los brazos cruzados; y las estrellas se movían en el cielo. Entonces habló el padre: —No es propio de brahmanes pronunciar palabras enérgicas e iracundas. Pero mi corazón está disgustado. No quisiera oír por segunda vez este ruego de tu boca. El brahmán se levantó lentamente. Siddhartha estaba mudo, con los brazos cruzados.

—¿A qué esperas? —preguntó el padre. Habló Siddhartha: —Ya lo sabes. El padre salió disgustado del cuarto; disgustado, se acercó a su cama y se tendió en ella. Al cabo de una hora, como el sueño no viniera a sus ojos, el brahmán se levantó, paseó de un lado para otro, salió de la casa. Miró al interior por la pequeña ventana del cuarto y vio en él a Siddhartha, con los brazos cruzados, inmóvil. Su túnica clara resplandecía pálidamente. Con el corazón intranquilo, el padre volvió a su lecho. Una hora más tarde, como el sueño no viniera a sus ojos, el brahmán se levantó de nuevo, paseó de aquí para allá, salió delante de la casa, vio salir la Luna. Miró al interior del cuarto por la ventana, allí estaba Siddhartha, inmóvil, con los brazos cruzados; en sus piernas desnudas relumbraba la luz de la luna. Con el corazón preocupado, el padre se volvió a la cama. Y volvió pasada una hora, y volvió pasadas dos horas, miró por la ventana, vio a Siddhartha en pie, a la luz de la luna, a la luz de las estrellas, en las tinieblas. Y volvió a salir de hora en hora, silencioso, miró dentro del cuarto, vio inmóvil al que estaba en pie; su corazón se llenó de enojo, su corazón se llenó de intranquilidad, su corazón se llenó de vacilaciones, se llenó de dolor.

Y en la última hora de la noche, antes que viniera el día, volvió de nuevo, entró en el cuarto, vio en pie al joven, que le pareció grande y como extraño. —Siddhartha —dijo—, ¿qué esperas? –Ya lo sabes. —¿Vas a estarte siempre así, en pie, esperando, hasta que sea de día, hasta que sea mediodía, hasta que sea de noche? –Estaré en pie, esperando. –Te cansarás, Siddhartha. –Me cansaré. –Tienes que dormir, Siddhartha. –No dormiré. –Te morirás, Siddhartha. –Moriré. –¿Y prefieres morir antes que obedecer a tu padre? –Siddhartha siempre ha obedecido a su padre. –Entonces, ¿renuncias a tu propósito? –Siddhartha hará lo que su padre le diga. El primer resplandor del día penetró en la estancia. El brahmán vio que las rodillas de Siddhartha temblaban ligeramente. Pero en el rostro de Siddhartha no vio ningún temblor; sus ojos miraban a lo lejos. Entonces conoció el padre que Siddhartha ya no estaba con él, ni en la patria, que ya le había abandonado.


El padre tocó las espaldas de Siddhartha. —Irás al bosque —dijo— y serás un samana. Si en el bosque encuentras la felicidad, vuelve y enséñame a ser feliz. Si encuentras la decepción, entonces vuelve y juntos ofrendaremos a los dioses. Ahora ve y besa a tu madre, dile a dónde vas. Para mí aún hay tiempo de ir al río y hacer la primera ablución. Quitó la mano de encima del hombro de su hijo y salió. Siddhartha se tambaleaba cuando intentó caminar. Se impuso a sus miembros, se inclinó ante su padre y fue junto a su madre para hacer lo que su padre había dicho. Cuando a los primeros albores del día abandonó la ciudad, todavía silenciosa, lentamente, con sus piernas envaradas, surgió tras la última choza una sombra, que allí estaba agazapada, y se unió al peregrino. Era Govinda. —Has venido —dijo Siddhartha, y sonrió. —He venido —dijo Govinda.