Por la noche, después de la hora de examen, habló Siddhartha a Govinda: —Mañana temprano, amigo mío, Siddhartha se irá con los samanas. Quiere ser un samana. Govinda palideció, pues había oído aquellas palabras y en el rostro inmóvil de su amigo leía la decisión, imposible de desviar, como la flecha que partió silbando del arco. En seguida, y a la primera mirada, Govinda conoció que Siddhartha iniciaba ahora su camino, que su destino principiaba ahora, y con él, el suyo también. Y se puso pálido como una cáscara de banana seca. —¡Oh Siddhartha! —exclamó—, ¿te lo permitirá tu padre?
Siddhartha miró a lo lejos, como quien despierta. Con la rapidez de una saeta, leyó en el alma de Govinda, leyó la angustia, leyó la resignación. —¡Oh Govinda! –dijo en voz baja–, no debemos prodigar las palabras. Mañana, al romper el día, tengo que iniciar la vida de los samanas. No hablemos más de ello.
Siddhartha entró en el cuarto donde su padre estaba sentado sobre una estera de esparto, y se colocó a su espalda, y allí estuvo hasta que su padre se dio cuenta de que había alguien tras él. Habló el brahmán: —¿Eres tú, Siddhartha? Di lo que tengas que decir. Habló Siddhartha: —Con tu permiso, padre mío. He venido a decirte que deseo abandonar tu casa mañana e irme con los ascetas. Es mi deseo convertirme en un samana. Quisiera que mi padre no se opusiera a ello. El brahmán calló, y calló tanto tiempo, que en la ventana se vio caminar a las estrellas y cambiar de forma antes que se rompiera el silencio en la habitación. Mudo e inmóvil, permanecía el hijo con los brazos cruzados; y las estrellas se movían en el cielo. Entonces habló el padre: —No es propio de brahmanes pronunciar palabras enérgicas e iracundas. Pero mi corazón está disgustado. No quisiera oír por segunda vez este ruego de tu boca. El brahmán se levantó lentamente. Siddhartha estaba mudo, con los brazos cruzados.
—¿A qué esperas? —preguntó el padre. Habló Siddhartha: —Ya lo sabes. El padre salió disgustado del cuarto; disgustado, se acercó a su cama y se tendió en ella. Al cabo de una hora, como el sueño no viniera a sus ojos, el brahmán se levantó, paseó de un lado para otro, salió de la casa. Miró al interior por la pequeña ventana del cuarto y vio en él a Siddhartha, con los brazos cruzados, inmóvil. Su túnica clara resplandecía pálidamente. Con el corazón intranquilo, el padre volvió a su lecho. Una hora más tarde, como el sueño no viniera a sus ojos, el brahmán se levantó de nuevo, paseó de aquí para allá, salió delante de la casa, vio salir la Luna. Miró al interior del cuarto por la ventana, allí estaba Siddhartha, inmóvil, con los brazos cruzados; en sus piernas desnudas relumbraba la luz de la luna. Con el corazón preocupado, el padre se volvió a la cama. Y volvió pasada una hora, y volvió pasadas dos horas, miró por la ventana, vio a Siddhartha en pie, a la luz de la luna, a la luz de las estrellas, en las tinieblas. Y volvió a salir de hora en hora, silencioso, miró dentro del cuarto, vio inmóvil al que estaba en pie; su corazón se llenó de enojo, su corazón se llenó de intranquilidad, su corazón se llenó de vacilaciones, se llenó de dolor.
Y en la última hora de la noche, antes que viniera el día, volvió de nuevo, entró en el cuarto, vio en pie al joven, que le pareció grande y como extraño. —Siddhartha —dijo—, ¿qué esperas? –Ya lo sabes. —¿Vas a estarte siempre así, en pie, esperando, hasta que sea de día, hasta que sea mediodía, hasta que sea de noche? –Estaré en pie, esperando. –Te cansarás, Siddhartha. –Me cansaré. –Tienes que dormir, Siddhartha. –No dormiré. –Te morirás, Siddhartha. –Moriré. –¿Y prefieres morir antes que obedecer a tu padre? –Siddhartha siempre ha obedecido a su padre. –Entonces, ¿renuncias a tu propósito? –Siddhartha hará lo que su padre le diga. El primer resplandor del día penetró en la estancia. El brahmán vio que las rodillas de Siddhartha temblaban ligeramente. Pero en el rostro de Siddhartha no vio ningún temblor; sus ojos miraban a lo lejos. Entonces conoció el padre que Siddhartha ya no estaba con él, ni en la patria, que ya le había abandonado.
El padre tocó las espaldas de Siddhartha. —Irás al bosque —dijo— y serás un samana. Si en el bosque encuentras la felicidad, vuelve y enséñame a ser feliz. Si encuentras la decepción, entonces vuelve y juntos ofrendaremos a los dioses. Ahora ve y besa a tu madre, dile a dónde vas. Para mí aún hay tiempo de ir al río y hacer la primera ablución. Quitó la mano de encima del hombro de su hijo y salió. Siddhartha se tambaleaba cuando intentó caminar. Se impuso a sus miembros, se inclinó ante su padre y fue junto a su madre para hacer lo que su padre había dicho. Cuando a los primeros albores del día abandonó la ciudad, todavía silenciosa, lentamente, con sus piernas envaradas, surgió tras la última choza una sombra, que allí estaba agazapada, y se unió al peregrino. Era Govinda. —Has venido —dijo Siddhartha, y sonrió. —He venido —dijo Govinda.
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